El paisaje natural se transforma por la mano del hombre (cultivo) y se hace significativo por su aportación humana (cultura), de manera que religión, trabajo y conocimiento, nos dan la triple dimensión humana del homo religiosus, faber y sapiens, es decir, la triple dimensión de verticalidad, horizontalidad y profundidad que tiene nuestra arquitectura.

A pesar de que Le Corbusier manifestó su admiración por la casa tradicional ibicenca en la que vio un lenguaje arquitectónico sorprendentemente puro, un desnudamiento que se ajusta a lo necesario y una construcción armónica, útil y sencilla, nuestra habitación vernácula está muy lejos de la idea que tenía el arquitecto suizo de la casa como máquina para vivir, como arte-facto habitable. Nuestra arquitectura sólo puede entenderse como el proceso abierto de reinterpretación creativa, sensible y racional, del habitar. El concepto corbusiano de la casa implica racionalización, normalización, estructuralismo, seriación, uso de componentes estandarizados y, en definitiva, construcción industrial. En nuestra arquitectura, contrariamente, la casa es estrictamente artesanal y personalizada. No sólo porque su construcción no cuenta con los medios técnicos que llegaron después y se levanta con las manos, piedra a piedra, sino porque cada casa es única y responde a las necesidades concretas del payés que la hace y habita.

En nuestra arquitectura no existen dos casas iguales y esta exclusividad y carácter único de la casa se subraya según pasan los años, pues la vivienda -es casament o ses cases, como decimos en Ibiza- crece según crece la familia y cambian sus necesidades. Existe, por tanto, una absoluta identificación de la casa con sus habitantes y con la forma que estos tienen de habitarla. La lectura que el payés hace de la casa responde de manera estricta, tanto en el momento de su construcción como después, a las expectativas que en cada momento tiene la familia que vive en ella. En la casa corbusiana, en cambio, esta flexibilidad es sólo teórica, puede plantearse muy raramente en el medio rural y, por razones obvias, es del todo imposible en contextos urbanos en los que los condicionamientos son múltiples y estrictos.

Diferencias

Pero hay otra diferencia determinante entre una y otra arquitectura. En la casa corbusiana, la construcción seriada, por muy racional y funcional que sea su planteamiento, exige que el habitante se adapte a la casa que le viene dada, de manera que la persona tiene que aceptar la casa que se le entrega acabada. Manda la casa y el hombre se conforma a ella. En la arquitectura tradicional ibicenca, contrariamente, manda el constructor que la habitará y es la casa la que se conforma a lo que el hombre exige de ella. En nuestra arquitectura, por tanto, la vivienda y la forma de vivir en ella no queda en manos ajenas, no depende de la sensibilidad de un tercero. El habitante hace su habitación, entendiendo habitación en su doble sentido de forma-de-habitar y espacio-habitado.

Es lo que significa también la palabra estancia, no sólo habitáculo en tanto que ámbito físico, sino modo de estar, concepto que a su vez nos remite a la dimensión dinámica del habitar que no es sólo estático como lugar de reposo, sino lugar que al habitarse crea hábitos, costumbres, una particular forma de vivir y de ser. La casa, así, tiene carácter y lo imprime a sus habitantes. Es lo que sugiere el hecho de que nuestras casas se identifiquen con el nombre de sus habitantes, can Guillemó, can Fontasa, can Toni d'en Serra. La casa tiene el nombre de quien la habita y quien la habita incorpora en su nombre el de la casa.

En nuestra arquitectura es útil lo que funciona. Y este sentido utilitario o funcional de la casa que se hace desde la necesidad, con medios escasos y en base a un legado constructivo secular que incorpora los aciertos y desecha los errores, es algo que ya explicitaba Spinoza en una frase que ha venido a considerarse la base filosófica de la arquitectura moderna: «Es perfecta la casa que, una vez construida, se ajusta a la idea que se tenía de ella y es útil en su habitación». La casa, por tanto, debe respetar su prefiguración o representación (imagen ideal), el legado constructivo heredado (tradición), el lugar o topos de su asiento (arquitectura tópica) y debe respetar, sobre todo, las expectativas y necesidades de sus habitantes (funcionalidad).

Geometría doméstica

Hablar de la condición topofílica -amor al lugar- en nuestra arquitectura suena mal, pero es una adjetivación que responde de manera precisa a la lectura que el payés hace del lugar, en tanto que habitable. En la elección del terreno de asiento subyace toda una axiología o valoración natural del lugar, una muy concreta estimación del ámbito que se considera adecuado para la habitación. Este detalle es de gran interés porque descubre la capacidad que el lugar tiene para configurar el espacio exterior e interior de la casa.

Dicho de otra manera, el lugar aporta una determinada proyección formal, tiene alcance expresivo y cualidad existencial, condiciona la geometría de la casa e inspira su forma. El lugar con-forma en buena medida la casa. Y la geometría doméstica que materializa la representación del lugar y en la que se plasma la obra sobrepasa la ingenuidad del dato físico en tanto que mera 'extensión', además de aportar nuevos datos de valoración que hablan de historia, razón y sentido. Podríamos decir que la casa pasa a ser para el hombre lo que el cuerpo es para el 'yo'. Y de la misma manera que el 'yo' se expresa por y a través del cuerpo, el hombre se expresa por y a través de 'su' casa.