Todavía hay más problemas asociados a esta masificación, porque si ya queda dicho que existen más de 3.500 satélites en funcionamiento, hay que sumar a ello los millones de fragmentos de metal inútil, restos de objetos fabricados por el ser humano, que siguen también ahí arriba orbitando el planeta, basura espacial conformada en buena medida por satélites abandonados, que ya dejaron de funcionar, lo que Joan Anton Català denomina, apropiadamente, satélites zombi. «La legislación ha ido cambiando y ahora se obliga a las compañías a encargarse de la retirada de estos artefactos. Es decir, ahora se instalan en ellos mecanismos que puedan hacer que entren en una trayectoria que les lleve a incinerarse, a desintegrarse, al regresar a la Tierra», explica. Es el denominado diseño para desaparición. Pero este diseño es una novedad en la que, de hecho, aún se sigue trabajando. Y mientras tanto, los restos de los satélites antiguos han ido componiendo un basurero espacial, controlado y catalogado gracias a que, al menos, puede conocerse la órbita de la mayoría de sus piezas.

Ante todo ello, cabe preguntarse sobre el peligro que toda esta actividad -por otra parte tan necesaria para el progreso de las nuevas tecnologías- puede representar. En este sentido, Català resalta que la Estación Espacial Internacional (ISS), un centro de investigación en la órbita terrestre, ha tenido que maniobrar y desviarse de su ruta en más de una ocasión para evitar chocar contra un hierro. En cuanto a la posibilidad de que algún resto caiga a la Tierra, el divulgador asegura que las probabilidades son muy bajas, aunque «sí puede haber un riesgo mayor, y ya ha pasado alguna vez en la historia, en el caso de naves grandes que portan algún tipo de equipamiento basado en la energía nuclear y que, al hacer su reentrada en la atmófera terrestre, pueden quedar algunos fragmentos sin quemarse. Cuando ha pasado, han tenido que localizar y retirar esos restos por el riesgo que supone la contaminación nuclear». Por otra parte, y recurriendo a la estadística, lo más probable es que los restos caigan al mar o a algún área deshabitada del globo. La NASA suele aportar el dato de que sólo se ha registrado una ocasión, en 1997, en la que una pieza del espacio, un trozo de metal de diez centímetros, cayera sobre un ser humano. La mujer protagonista de esta historia, residente en Oklahoma, resultó ilesa después de que un pedazo de un cohete Delta II impactara sobre uno de sus hombros. Pero en 1979, en Australia, mucho antes de que nadie pudiera pensar en implantarle un chip, una vaca murió tras ser golpeada por un trozo de cohete.

Aún puede considerarse otro factor de riesgo, y son las pruebas con tecnología militar que cualquier país pueda llevar a cabo por su cuenta. «Ha pasado, que se sepa, una vez. China ha disparado misiles contra sus satélites zombi, lo que ha provocado que esos satélites se fragmenten en miles de trozos, agravando así el problema».

Con tan frenética actividad en el espacio, el número de trazas en el cielo irá aumentando en poco tiempo. «Es una realidad a la que hay que adaptarse; habrá que regular el brillo de estos objetos», señala el presidente del Club Newton, que recomienda, para saber cuando pasan satélites visibles sobre las islas, la web heavens-above.com.

Los satélites no tienen luz propia, pero usan paneles solares y son artefactos metálicos, por lo que reflejan la luz del sol y por eso son visibles. La empresa Starlink, sensible al problema pero sin intenciones de abandonar su lugar preferente en esta carrera espacial, se está tomando la molestia de reducir el impacto lumínico de sus satélites sobre el paisaje nocturno y prueba fórmulas como oscurecer las partes del fuselaje y la estructura que brillen más o instalar parasoles. Mientras tanto, habrá que empezar a distinguir bien las trazas que pueden observarse en el cielo nocturno para no hacer pasar satélites por estrellas fugaces y no preguntarse si es un avión o es Superman. Las líneas que dibujan los aviones se distinguen fácilmente por su color a menudo rojo, por ser dobles y por los rastros en forma de puntitos que dejan los parpadeos de sus luces.

Los satélites se ven en las fotografías de varios segundos de exposición como simples trazas muy finas y blancas que pueden distinguirse de las estrellas fugaces porque estas últimas suelen mostrar un ligero abombamiento en el centro o en la cabeza, y a veces pueden observarse tonos verdes, rojos o azulados que revelan su composición química. Además, si se realiza una serie de fotos, sólo el satélite aparecerá en más de una cruzando el cielo.