Memoria de la isla
De cuando el pan era sagrado en Ibiza
En la Ibiza de los años 50 aún quedaban vestigios del carácter sagrado que el pan había tenido en el Viejo Mundo
Miguel Ángel González | Ibiza
El pan pasó por un mal momento a finales del siglo pasado. Se le consideraba alimento de pobres y cerraron muchísimas panaderías. Su resurrección, sin embargo, vino poco después con los hornos eléctricos que dieron la puntilla al tradicional horno de leña y al panadero que en su obrador cocía los panes y quemaba vigilias. Fue cuando empezó a proliferar la sofisticación del pan, el pan gourmet, las elitistas boutiques del pan que, detrás de las apariencias ofrecían las más de las veces un pan pre-cocido y congelado, pero eso sí, con una apabullante publicidad que nos vendía panes de trigo común y sarraceno, de cebada y centeno, de mijo y espelta, de avena, maíz y arroz; panes afrutados y vegetales, panes de masa madre, de semillas, de higos, de nueces, de arándanos, de aceitunas y de sobrasada.
El buen hacer del panadero de toda la vida daba paso a la mixtificación y la química, al pan industrializado. Yo echo en falta la antigua hogaza esponjosa, con alveolos grandes, la corteza fina y crujiente y con un regusto largo en la boca, un pan que no necesitaba acompañamiento y que uno no paraba de pellizcar. Echo de menos, en fin, aquel pan duraba una semana, no como el de ahora que, pasado un día no se puede comer. En la Ibiza de mi infancia, todas las panaderías que en algunos casos eran también pastelerías, -Can Puvil al carrer del Congreso Agrícola que avui és Pere Sala, Can Vadell i Can Sans al carrer Annibal, Ca n'Aubarqueta i el forn d'en German Riquer al carrer del Mar, Can Guerra al carrer Castelar, Los Andenes al port, Can Rei al carrer de la Creu, Can Marrota a la plaça de Vila, can Tià a sa Carrossa i cas Curpert a Vara de Rey- tenían un horno de verdad en su trastienda. Y era inequívoco el cálido olor del pan recién hecho que por las mañanas, así que abrían las puertas las panaderías, salía a la calle.
Pienso que ha sido un gravísimo error arrumbar el buen oficio de los panaderos y los hornos de leña. Aunque sólo sea por eso, a modo de elegía y elogio, quiero dedicar estas cuatro rayas a la tradicional elaboración del pan, el que se hacía en la ciudad y el que se hacía, sobre todo, en todas las casas payesas como nos recuerdan los preciosos hornos de arquitectura, semiesféricos, como pequeñas capillas, con una cúpula que confiere a las viviendas un perfil oriental.
Preparación
Lo que sigue, en fin, es lo que me han contado y he podido averiguar: «La farina es desava en un indret fresc i sec de la casa i es treballava a la pastera, una caixa gran de fusta on es deixaven els estris de pastar quan no es feia pa; també hi havia el lliurador per treure la farina del sac, el sedàs, el cernedor, la tauleta de fer el pa, el taulell on es posaven els pans per anar al forn, la post per posar el pa cuit, etc». La noche anterior al amasado se preparaba la levadura (el llevat, se tamizaba la harina que se dejaba en una artesa (llibrell), haciendo en ella un hoyo en el que se vertía agua tibia, la sal y la levadura que se mezclaba con la masa, mientras se hacía la señal de la cruz y se decía: «Cresqui el llevat, cresqui la farina, com cresqué Jesús dintre el ventre de la verge María».
Luego, se cubría la artesa con un trapo grueso para que la masa conservara la tibieza, reblandeciera y fermentara. Cuando la levadura se agrietaba, se añadía agua caliente, con cuidado para no escaldarla, y ya se podía amasar, -com més es treballava, més bó era el pa-, hasta que la pasta era uniforme y no se pegaba a las manos ni al lebrillo en el que se dejaba reposar, no sin antes retirar un poco de masa (pilot de pasta) que servía para hacer la levadura de la siguiente semana. «Aquests trossos de pasta amb forma de pans es posaven a la post damunt una roba, fent plecs perquè no es toquessin i al cap d'una hora la pasta tornava a ser tova, trencava i era a punt d'enfornar».
El horno se encendía con ramas menudas de pi, ullastre o mata y, una vez consumidas, se cargaba con leña más gruesa que quemaba hasta que la bóveda del horno adquiría un tono blancuzco, momento en que se barría el horno con una rama de pino verde, arrinconando las cenizas en el llamado clotó y ya podía hornearse. Los panes se colocaban sobre la pala en la que se dejaba un poco de harina para que la masa no se pegara a la madera y, al introducir los panes, un movimiento seco de retracción los separaba de la pala y los repartía en la base del horno. Con los panes dentro, se cerraba la boca del horno y la chimenea (fumeral), y sólo cabía vigilar la cocción y regular la temperatura, fuera destapando los agujeros de ventilación o abriendo un poco la boca del horno.
A media cocción, se removían los panes para que no se juntaran y en menos de dos horas la cocción acababa y los panes se sacaban con un palo largo en forma de T, (el tiràs), se limpiaban con un paño para eliminar cualquier rastro de cenizas y se tapaban sobre una tabla para que perdieran poco a poco el calor interior.
Mejor el del día anterior
Como dato curioso diré que, en muchas casas, se prefería comer el pan del día anterior, en la creencia que recién salido de horno era indigesto. «I del pa eixut, de cinco o més dies, per dur que fos, sempre se'n podía treure un bon plat de sopes escaldades, fetes amb petites llesques de pa, poc gruixudes, negades amb aigua bullent i amb uns brotets de frígola». Algunos abuelos desayunaban aquellas sopas que, para mi sorpresa, acompañaban con un trozo de pan.
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