El cambio radical en las capturas vino cuando las artes artesanales y de toda la vida se vieron sustituidas por una pesca de arrastre que, practicada sobre todo por embarcaciones peninsulares, desde entonces han venido esquilmando nuestros fondos.

Repaso las escasas noticias que tenemos de nuestra historia pesquera y no consigo entender que en una geografía de recursos agropecuarios limitados pero con buenos caladeros, la pesca haya sido tradicionalmente una actividad a tal punto discreta que a duras penas ha podido satisfacer el consumo de la propia isla. Desconocemos con detalle como pudo ser la pesca en el Mundo Antiguo, pero el hecho de que las fuentes clásicas que hablan de nuestro archipiélago ni tan siquiera la mencionen, hace pensar que no sería relevante. Y aunque sabemos que los púnicos utilizaban almadrabas, comerciaban con salazones y aprovecharon las Salinas y recursos marinos como el murex -nuestro cornet- para fabricar el tinte púrpura que era muy apreciado, no podemos decir por ello que los púnicos pitiusos fueran un pueblo de pescadores. Lo suyo fue una agricultura minifundista y sobre todo el comercio, el intercambio de cualquier cosa que pasara por sus manos y tuviera demanda. «¡Es un fenicio!», se dice todavía, despectivamente, de aquel trajín que en los púnicos fue un modo de vida.

Pesca en la Edad Media

Pasaron los siglos y, por lo que se refiere a la pesca, no parece que las cosas cambiaran sustancialmente. 'El Mostassaf d'Eivissa', extraordinario documento que sacó a la luz Antoni Ferrer Abárzuza, nos habla del pescado que se capturaba en nuestros litorales en la Baja Edad Media y de las condiciones que regulaban su venta, pero se menciona sin darle especial relevancia, como un producto más entre todos los que llegaban al Mercado.

Y no fue diferente la situación en los tiempos que vinieron después. La pesca en la Edad Moderna sigue siendo una actividad económica que no llama la atención y que apenas deja rastro. Y si lo deja, no es siempre fiable. Sé de un historiador, que no viene al caso mentar, que sin documentación que acredite sus afirmaciones trata de darle a la pesca de la Edad Moderna en nuestras islas una importancia destacable.

El problema es que lo hace a partir de la peregrina idea de que su consumo tenía que ser necesariamente alto por motivos religiosos, dado que con unos 150 días al año de abstinencia en la ingesta de carne se tenía que comer abundante pescado que, además, tenía un precio inferior a los alimentos que provenían del campo. La verdad, sin embargo, era otra. Porque los productos agrarios que llegaban a la plaza en mayor proporción eran más baratos y su consumo fue siempre muy superior al del pescado. Con lo que volvemos a lo que al principio decía, que la actividad pesquera de nuestras islas no tuvo en ningún momento de su historia una relevancia significativa. Debido, posiblemente, a que durante siglos y hasta tiempos próximos a los nuestros, las artes de pesca apenas cambiaron. Con pequeñas embarcaciones, se siguieron utilizando los aparejos tradicionales.

Y cuando el cambio se produjo, fue para mal. Hoy lamentamos el empobrecimiento que han experimentado nuestros caladeros por una pesca intensiva que, conviene decirlo, han practicado y siguen practicando embarcaciones que no tienen su base en la isla. La pesca de los atunes es un ejemplo de lo que digo. El problema no es nuevo. Se dieron situaciones parecidas hace más de 300 años. Ya en el siglo XVIII, la necesidad de aumentar las capturas por encima de las limitaciones que tenía la pesca de tiro potenció el arrastre que practicaban embarcaciones peninsulares, hecho que en pocos años provocó una significativa disminución de la fauna marina.

Forzadas por este agotamiento de los caladeros en las costas valencianas y catalanas, las flotas pesqueras peninsulares ampliaron su radio de acción a nuestras aguas y el abuso de aquella forma de faenar llegó a tal extremo que en 1725 se prohibió la pesca con parelles de bou. Pero como se siguió practicando de forma clandestina y las quejas de los pescadores subió de tono, una Real Cédula concedió al año siguiente licencia para armar 16 parelles, prohibiendo pescar entre junio y agosto y limitando a cuatro el número de gánguiles de arrastre. Tampoco aquella nueva ordenación sirvió de mucho, pues en 1732 se descubrió que una veintena de barcas palangreras seguían practicando ilegalmente el arrastre.

Cabe decir que esta temprana pesca intensiva que alcanzó nuestras aguas la practicaban sobre todo barcas catalanas, sin que nuestra isla se beneficiara en nada, porque sus capturas iban íntegramente a los mercados de Barcelona. En nuestras aguas, por tanto, el perjuicio fue para los caladeros tradicionales. La pesca de nuestras propias barcas continuó siendo una actividad minoritaria y de muy escasa rentabilidad.

La piratería norteafricana

Conviene recordar, por otra parte, que todavía en el siglo XVIII la piratería norteafricana seguía dando disgustos a nuestros pescadores que perdían sus embarcaciones y, en ocasiones, eran incluso capturados como esclavos por los que luego se pedía rescate. De aquel tiempo son noticias como ésta: «Todo el mundo está atemorizado y los pescadores no se atreven a salir a pescar. Cerca del puerto se han visto varias fustas de moros y se teme que desembarquen». El peligro era tal que las autoridades religiosas facultaron a sus feligreses para que pudieran comer alimentos prohibidos en Cuaresma, ante la escasez de pescado que venía motivada por la amenaza que las razzias berberiscas suponían para la navegación y la pesca.