Animado por Josep Lluís Sert, Joaquím Gomis hizo a mediados del siglo pasado varios viajes a Ibiza de la que acabaría enamorado, al punto de construirse una casa en Cap Martinet en la que buscaba refugio siempre que podía.

De los viajes que realizó entre los años 40 y 50 son la mayor parte de las casi 2.000 fotografías que constituyen un incomparable testimonio de un tiempo, una isla y sus gentes. Una pequeña muestra de aquellos trabajos la tenemos, con un antológico texto de Josep Lluís Sert, en ‘Ibiza, fuerte y luminosa’, un libro bellísimo que se tendría que volver a editar por su rabiosa actualidad.

Del extraordinario legado fotográfico de Gomis me llaman la atención dos encuadres aparentemente contrapuestos, pero que tal vez por serlo resultan complementarios y reveladores.

No podemos saber si la propuesta del fotógrafo casa con la que aquí hago, pero son dos tomas que piden lectura paralela y comparación. Sobre todo porque, dejando de lado el dato folclórico o costumbrista que no le interesa, lo que hace Gomis es convertir la anécdota en categoría.

Analítico en su método de trabajo, Gomis busca el el relato y de ahí que sus imágenes digan mucho más de lo que vemos en ellas. Sin excepción que yo conozca, todas sus fotografías, alusivas o más precisamente remisivas, nos llevan a contextualizar lo que vemos, a completarlo con lo que sabemos y recordamos. La mirada de Gomis es documentalista. Sus instantáneas son un vehículo de información. Lo vemos en su serie ibicenca, donde lo que recoge son circunstancias, actitudes, modos de vivir y de ser.

Las fotografías que motivan estas rayas captan dos situaciones encontradas, a tal punto coincidentes y divergentes que necesariamente tuvo que haber intencionalidad al hacerlas.

En un mismo escenario, cambia la circunstancia y con ella cambia el mensaje. Gomis no identifica el lugar, pero reconocemos la iglesia de Sant Joan de Labritja. Sabemos que las fotografías se hicieron una soleada mañana de invierno porque la fachada del templo mira al mediodía y las sombras descubren la media mañana de un día radiante. Y sabemos también que hace frío porque los hombres se abrigan con el típico mantón de aquellos años.

En una fotografía se dirigen al templo agrupados, con decisión y cierto ensimismamiento, como sabiendo a lo que van y que no parece ser un acto precisamente festivo. Y van con prisas. Con una toma lateral, la cámara capta sus zancadas y así subraya el movimiento. No nos extraña que acudan a la iglesia enlutados porque el negro era, -en anar mudats, como se decía- la indumentaria habitual en las ocasiones señaladas. Lo que sí puede sorprender a quien conozca el contexto es que los hombres no solían acudir en grupo a la iglesia, ni en actitud tan decidida, salvo, eso sí, que se tratara de asistir a un funeral. La asistencia a un oficio de difuntos era obligada.

La segunda fotografía es distinta: varios hombres permanecen sentados en ringlera sobre un murete frente a la misma iglesia. El disparo de la cámara se hace en este caso a sus espaldas, desde atrás. Y lo que en la primera fotografía es movimiento, prisa, urgencia, en ésta es inacción, inmovilidad, pasividad. Esta imagen pudo ser la de cualquier domingo. Mientras las mujeres asisten a la celebración de la misa, los hombres esperan en la plaza y frente al templo fuman con parsimonia un cigarro de pota, comparten silencios o hablan de las pasadas matanzas, de lo que el campo da y de lo que no da, de que menganito traspasó el pasado mes y, en fin, del tiempo que hace y del tiempo que pasa.

«Reparos en airear sus creencias»

Vistas, en fin, las dos imágenes, ¿qué trata de decirnos Gomis? ¿Sugiere que los hombres sólo acudían a la iglesia en circunstancias de manifiesto compromiso y que en otros casos su postura era más laxa? He hablado con un párroco de aquellos años y me dice que, efectivamente, en las iglesias había siempre menos hombres que mujeres, pero que ello no suponía una religiosidad mayor en ellas, sino que se manifestaba de distinta manera. «Era -dice- como si los hombres tuvieran reparos en airear sus creencias, cosa que tenían como una muestra de debilidad que les restaba hombría».

Hagamos la interpretación que hagamos de las dos fotografías, no cabe duda que Gomis se interesa por la religiosidad en el medio rural. Ese es el tema. Pero una lectura más completa exigiría reunir otras fotografías del autor en las que vemos a los hombres en distintos momentos que descubren otra forma de vivir el hecho religioso en procesiones, bautizos, bodas o decesos.

El protagonismo, en otros casos, es de las mujeres que fotografía en el entorno de la iglesia, arremolinadas en animada cháchara, en corrillos junto al porxo y, las más de las veces, bajando por el camí de missa con un catrecillo de tijera en una mano y un rosario en la otra. O las vemos en las procesiones, llevando en andas a la Virgen. Al santo patrón, en cambio, en justa correspondencia, lo llevan siempre los hombres. Lo que quiero decir es que sólo cuando sumamos imágenes y completamos el relato conseguimos una lectura relativamente completa del hecho religioso.

Función socializadora

Lo que Gomis subraya en todas las fotografías en la que aparece un templo es la función socializadora de la celebración religiosa, ocasión de convivencia que facilita la singularidad del porxo, un elemento arquitectónico en el que Gomis incide con frecuencia en tanto que espacio vestibular cubierto, lugar de refugio y encuentro, con banco corrido y cisterna, detalle en absoluto gratuito porque los feligreses venían desde casas alejadas y dispersas que exigían una buena caminata hasta la iglesia y no estaba de más echar un trago de agua para recuperar fuelle y refrescarse.

Lo que vemos, por tanto, en las tomas de Gomis, más allá de la anécdota, es la vida que entonces se hacía, los hábitos, las costumbres, incluso las creencias.