Diario de Ibiza

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Imaginario de Ibiza

La patria desde los varaderos de Cala Vedella

En Cala Vedella solo cabe refugiarse en la rusticidad de los varaderos del lado norte.

Bebamos de la copa de la destrucción

(Gengis Kan).

Si hay una palabra denostada en los tiempos que corren es patriotismo, cuyo significado literal viene a ser amor por la patria. Partidos y tendencias enarbolan banderas y nos saturan con sus consignas y deriva extremista, hasta hacernos aborrecer esos símbolos colectivos que unos y otros tratan de apropiarse. Mi acepción preferida de patria, sin embargo, es la referida a la chica; es decir, el lugar donde se ha nacido.

Los ibicencos, por nuestra condición de isleños, tenemos bien definida la patria, que no es otra que la tierra constreñida por el mar que nos rodea. Una patria, por tanto, que se diferencia de la de otros por su triple condición de finita, aislada y abarcable. Los ibicencos rara vez agitamos banderas e incluso hay quien reniega de ellas, pero llevamos la patria impresa en el ADN, por el aire salino que respiramos, el paisaje que contemplamos y la cultura y tradiciones que heredamos.

En aquella transición entre los tiempos de miseria y los de prosperidad, la patria quedó supeditada al desarrollismo. Ibiza pasó de la edad media a la contemporánea en un santiamén y una parte sustancial de los paisajes inmaculados quedaron transformados por el hormigón y la especulación. Y cuesta criticarlo, pues la única alternativa era la pobreza y nadie con suficiente criterio y visión de futuro nos guió en el camino, como si ocurrió, por ejemplo, en el Lanzarote de César Manrique.

Aquellos foráneos que se enamoraron de lo nuestro fueron los encargados de recordarnos el inmenso valor de la patria. Lo hicieron admirando nuestras costumbres, nuestra cultura, nuestros bancales de piedra seca y nuestras casas payesas, que adquirían como el más valioso tesoro del mundo. Dos generaciones después, el sentimiento de patria vuelve a estar a flor de piel, aunque el término, en estos tiempos, pueda resultar incómodo.

El mal menor

Hemos asimilado las viejas costuras del paisaje como el mal menor necesario para la subsistencia de nuestros padres y abuelos, y para que nosotros mismos pudiésemos recibir una educación que nos proporcionó esta nueva forma de ver las cosas. Sin embargo, cada nueva llaga que supura en el paisaje isleño, cada costura reciente, nos hiere como propia, con independencia de lo mucho o poco que lo exterioricemos.

Quien haya paseado este verano por Cala Vedella visualizará nítidamente el germen de esta reflexión. La conmoción que producen las heridas infligidas recientemente a los montes que envuelven la playa resulta tan intensa que revuelve el estómago hasta la náusea. Un bosque de grúas se alza entre inéditos mamotretos en construcción, mientras se desciende por la carretera que desemboca en la orilla sur de la cala, detrás de Los Pitufos.

Durante el trayecto resulta imposible atisbar el menor fragmento de cala, pues un muro de hormigón se sucede en los flancos. Arriba del acantilado, una nueva urbanización avanza hacia los riscos, donde antaño había bosque, y por el camino se vislumbran colosales desmontes, hasta hace poco inexistentes, que horadan y escalonan la montaña, desnaturalizando por completo su orografía. Un despropósito sostenido por disparatados muros de piedra, que rivalizan en altura con murallas medievales. Y al fondo del primer torrente, el llamado Canal de ses Coves, vastas estructuras se entrometen en su curso. Mientras, en la orilla, un beach club parece engordar año tras año.

Cala Vedella lleva décadas herida, pero los colores de su orilla y el balanceo de los llaüts en el horizonte, sobe todo al atardecer, nos han seguido embrujando. Ahora, cada vez cuesta más contemplarla sin que asome una lágrima; especialmente desde lo alto de la punta des Torresí, donde la visión panorámica resulta intensamente hiriente.

Nuestra patria cada día es recortada y en Cala Vedella solo cabe refugiarse en la rusticidad de los varaderos del lado norte, erigidos hace más de medio siglo por los pescadores, pues no hay otra fórmula de rememorar aquella maravillosa playa de antaño. Allí, con la cabeza gacha o escudriñando el horizonte marino, ausente de edificios, pues hasta el momento el hormigón no flota.

Licencias eternas

Los gestores y burócratas de hoy padecen las consecuencias de los tejemanejes de algunos de sus predecesores. Cabe, sin embargo, lamentar la falta de iniciativa para caducar licencias que, durante décadas, permanecieron inmóviles pese a que la legislación permite derogarlas transcurridos dos años. Ya es tarde, en cualquier caso. En Cala Vedella la sensación es de que no queda un palmo vacío.

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