Crece salvaje de acuerdo con tu propia naturaleza, como las juncias y los helechos, que jamás se convertirán en heno inglés. (Henry David Thoreau, en 'Walden').

Además de por sus fascinantes parajes, Formentera resulta insólita por las contradicciones que encierra su geografía y su capacidad de romper con los tópicos. Mientras los territorios sureños suelen ser plácidos, calmos y bucólicos, el norte se vuelve abrupto, inestable y tempestuoso. Así ocurre en Ibiza y en las islas más grandes del archipiélago balear. La pitiusa menor, al contrario, se reserva el lado austral para exhibir su versión más salvaje.

Si observamos detenidamente el mapa de Formentera, descubriremos que el contorno de la isla esboza la forma de un zapato de mujer. El sur, en consecuencia, abarca desde el tacón, donde se sitúa el Cap de Barbaria, hasta el extremo delantero de la suela, que contiene el macizo de la Mola. De un faro a otro, y de un acantilado a un precipicio. Y uniendo estas dos moles desnudas, sometidas al incesante castigo del viento, la playa de Migjorn, definida por el arco del puente del pie. Líneas de arena que se alternan con puntos de escollos a lo largo de cinco kilómetros, como si la naturaleza emitiera en código morse.

Se suceden, de occidente a oriente, es Mal Pas, es Ca Marí, es Racó Fondo, es Codol Foradat, la playa des Valencians y es Arenals, para finalmente acabar en es Copinar o incluso más allá, en el fascinante Caló des Morts, con su rústica pareja de varaderos, donde los acantilados comienzan a elevarse de nuevo. Es en estos confines baleáricos donde la isla exhibe sin sutilezas un rostro indómito que permite rememorar aquellos tiempos en que Formentera era refugio de piratas y territorio de naufragios.

Aunque la costa de Migjorn no alcanza la regularidad climática de la aguja arenosa que apunta al islote de s'Espalmador y que conforman ses Illetes y la playa de Llevant, extremo norte formentereño, hay días en que su mar es igualmente sereno: transparencia embriagadora, turquesas fundiéndose con esmeraldas, bancos de pececillos sobre las ondulaciones del fondo?

El auténtico Migjorn, sin embargo, irrumpe cuando rugen las olas y el viento, sucumbiendo arrecifes y arenales a la autoridad del mar. Entonces sobrecoge contemplar la orilla desde el laberinto de pasarelas de madera que sobrevuelan las dunas. Cuando éstas se aproximan al agua, quedan cubiertas por una bruma ensalitrada y gaseosa, provocada por el impacto de la materia líquida contra la sólida.

Aura de aventura

Los arenosos caminos de Migjorn, además, parecen envueltos por un aura de aventura. Ligeros afluentes que brollan de la carretera que une Sant Francesc y Sant Ferran con es Caló y la Mola, principal travesía isleña. Serpentean, a menudo atravesados por raíces, entre muros de piedra seca, campos de higueras, casas payesas aisladas y frondosos pinares. A veces desembocan en orillas solitarias, fondas perdidas o restaurantes de pescadores. Otras, las menos, en alguno de los escasos hoteles de dimensiones desproporcionadas que enturbian este paisaje.

Y, al cabo del día, esos magníficos atardeceres, seguidos casi siempre de un silencio sepulcral, como de jungla en tiempo de descanso, que en una isla tan ajetreada se antoja de otra época. Si hubiera que encastillarse en los bosques y vivir salvajes de acuerdo a nuestra naturaleza, como Thoreau en 'Walden', que fuera en Migjorn.

La soledad de playa más larga

La generosa extensión de la costa de Migjorn, en relación al reducido territorio que conforma Formentera, implica la posibilidad de acceder a una valiosa soledad en una isla abigarrada cuando es pleno verano. Los recovecos que recortan la costa alternan rincones nudistas y calas vacías, con arenales más frecuentados aunque nunca atestados. Incluso se dice que es la playa que mayoritariamente escogen los isleños cuando quieren gozar del mar lejos de la multitud.