He sido un niño pequeño que, jugando en la playa, encontraba de tarde en tarde un guijarro más fino o una concha más bonita de lo normal. El océano de la verdad se extendía, inexplorado, delante de mí. (Isaac Newton).

El contrario que ahora, en la Cala Tarida de nuestra infancia nunca tuvimos que preocuparnos de medusas ni microalgas. De hecho, desconocíamos por completo su existencia. Hoy lo primero que hacemos al llegar a esta playa es asomamos desde el acantilado y otear en busca de los turquesas, los esmeraldas y las manchas atigradas que dibujan los fondos rocosos y la posidonia en contraste con la arena. Si el mar se encuentra en ese estado original y deslumbrante, pletórico de viveza y transparencia, con una intensidad semejante a la de Platges de Comte, nos fijamos a continuación si la bandera que ondea en lo alto del mástil de la caseta del socorrista es verde.

Cuando ambos factores son coincidentes, asentimos aliviados y descendemos hasta la arena. Algunos días, sin embargo, la bandera es blanca y la ilustra el dibujo de unas medusas de color lila, o la microalga ha emergido del fondo y exudado su maldición, tintando los colores vivos de la orilla con grises plúmbeos y marrones turbios. Entonces, damos media vuelta y nos marchamos a otro lugar.

En la Cala Tarida de hace treinta o cuarenta años nadie se detenía en lo alto del acantilado, salvo para admirar la belleza del paisaje y escudriñar los islotes del horizonte. Los niños descendíamos corriendo, sandalias y camisetas volaban en un santiamén y nos zambullíamos hasta que nos castañeteaban los dientes y los dedos se nos quedaban arrugados como pasas.

Un zapato viejo

No importaba si nuestras familias se apostaban en es Calonet, junto al chiringuito Ses Eufabies o en cualquier otra parte. Siempre acabábamos en el mismo sitio: el islote de sa Sabata, que era nuestro trampolín natural favorito. De lejos, desde la parte sur de la playa, el escollo parece adquirir la forma de un enorme zapato viejo; de ahí el topónimo. Así que cruzábamos a nado frente a los tres arenales separados por esos dos islotes encallados en la orilla que fragmentan la playa, hasta alcanzar nuestro objetivo.

Aunque lleváramos todo el verano disfrutando del mismo escenario, el ritual era siempre idéntico. Explorábamos la profundidad bajo la parte más elevada del islote, asegurándonos que era suficiente para arrojarnos desde lo alto. Normalmente había unos tres metros, aunque algunos años los temporales del invierno arrastraban tanta arena que había que encoger las piernas nada más tocar el agua para evitar golpear el fondo. Luego subíamos al islote por la parte baja, escalábamos, sorteábamos su superficie puntiaguda y, al llegar al borde, nos lanzábamos a grito pelado. Los más valientes lo hacían de cabeza. Entonces, aunque tiene una altura de tan solo unos cuatro o cinco metros, nos parecía mejor que un parque acuático.

A veces, cuando nos cansábamos de ascender y saltar, nadábamos hasta los varaderos de es Pujolets, que cierran la bahía por el norte, a nos tumbábamos en la cala inaccesible de arena que aguarda a su lado. Otras veces hacíamos pie para tomar aliento frente al rincón nudista situado en la esquina más próxima, aunque a suficiente distancia para que los bañistas no nos confundieran con mirones. Desde ahí, echábamos la vista atrás, hacia la orilla extensa, y admirábamos los riscos, las dunas y los montes cubiertos de pinos y sabinas, aún libres de hormigón, que envolvían la cala. Nadar hasta Sa Sabata siempre era una aventura.

El islote punto de encuentro

Los niños extranjeros, mucho más madrugadores que los ibicencos, no solían atreverse a nadar hasta sa Sabata. Sin embargo, a los pocos minutos de llegar los locales, automáticamente les imitaban. Había días en que el islote se convertía en un hervidero de niños, que se encontraban con otros compañeros del colegio y hacían amistades con los foráneos, aunque fuera comunicándose por señas.