Ruego al lector que me disculpe si por una vez dejo de lado la cotidianidad de la memoria que, no obstante, no abandono del todo cuando lo que sigue remite al peso que el ayer debería tener en nuestros días. Pero vamos a lo que voy. En estos momentos en que la ibiceidad se diluye y todo lo que nos identifica queda soterrado por los modos y las modas que nos vienen impuestas por un turismo que nos fagocita, nos descompone y nos desborda, no nos conviene perder de vista los escasos elementos que aún nos identifican y en los que todavía nos reconocemos, todos aquellos aspectos y valores que hasta ahora han explicado quienes somos, lo que nuestras islas han sido, son y no deberían dejar de ser.

Es lógico que, al hacer camino, hayamos dejado en la cuneta formas de vida de un mundo que dejó de existir hace ya muchos años. Su muerte estaba anunciada. En aquellas formas de vida caducadas que hoy llamamos 'tradicionales' están los hábitos, las costumbres y celebraciones que si en su momento fueron manifestaciones populares naturales porque respondían a la vida que entonces se hacía, hoy son sólo expresiones típicas y tópicas que mantenemos por su valor testimonial, pero que van camino de convertirse en mero escaparate y folklore para turistas.

En este meritorio esfuerzo conservacionista están, en casi todos nuestros municipios, pequeños grupos resistentes, aplecs y colles que, animados por un fuerte sentimiento de enraizamiento y pertenencia, defienden artesanías, viejos oficios, bailes, músicas y canciones. Y está bien, muy bien.

El problema es que cuando la vida que hoy hacemos tiene poco que ver -diría que nada- con la que hacían nuestros mayores, aquellas expresiones del Viejo Mundo ya no tienen el sentido que tuvieron. Eran usos coyunturales, circunstanciales, que tenían su razón de ser en un determinado contexto que, al cambiar, han pasado a ser material etnológico, casi arqueología. Que no es poca cosa, conviene decirlo.

Qué conviene retener

Qué conviene retener

Con referencia a nuestro ayer y a lo vivido, la cuestión que hoy debería importarnos es saber qué nos conviene retener, determinar qué aspectos de nuestro patrimonio socio-cultural son irrenunciables porque siguen vivos. Tranquiliza constatar -aunque la confortabilidad sea sólo relativa- que el principal elemento de nuestra cultura, la lengua, demuestra tener una mala salud de hierro. Quienes peinamos canas o no tenemos ya nada que peinar fuimos escolarizados en la que entonces era lengua oficial y única, el castellano, hermoso verbo pero que, al ser exclusivo, fue en detrimento del habla propia, un catalán o ibicenco que luego hemos tenido que aprender a trompicones.

El problema es que no sólo se trata del habla. Cabe retener y defender muchos otros contenidos sustantivos que nos definen y que no debería ignorar la vida que hacemos hoy. Ahí tenemos la sabiduría de nuestra arquitectura, no para repetirla miméticamente, pero sí para preservar sus parámetros esenciales. Y otro elemento que se diluye peligrosamente porque es inmaterial es la singularidad de una determinada personalidad, lo que llamamos el talante, la manera de ser, el carácter.

Nuestros mayores tuvieron durante siglos virtudes y valores que hoy han saltado por los aires, mesura, calma, equilibrio, sobriedad, conocimiento de lo propio, aspectos, en fin, que no dependen necesariamente de la vida que hagamos o dejemos de hacer. Son aspectos que posiblemente se tienen que vivir de otra manera, pero que no tenían -no tienen- por qué desaparecer. Y otro patrimonio de incalculable valor que creímos ingenuamente inalterable, pero que nos han puesto -y hemos puesto- del revés es un territorio, una casa en donde empezamos a sentirnos extranjeros.

Cuando uno constata con qué estúpida ceguera y celeridad perdemos elementos que nos identifican, es imposible sustraerse a la idea de que arrasamos como Atila la tierra que pisamos. El error es monumental cuando sólo en lo vivido tenemos los cimientos para afrontar lo que nos queda por vivir. Si ignoramos el ayer, construimos sobre arena, estamos haciendo castillos en el aire. El verdadero progreso sólo puede hacerse desde un asiento seguro, desde una aproximación crítica al origen, desde la propia historia y la propia cultura. Es la propuesta que Pániker llama dinamismo crítico retroprogesivo.

La euforia progre

La euforia progrePodríamos decir que el auténtico avance, el crecimiento genuino, es como ese vórtice espiral que coge fuerza y se expande sin perder pie desde la base: pudo arrancar desde una cierta ingenuidad o inconsciencia en nuestro preturístico ayer y alcanzar un estadio consciente en el progreso que inauguramos después, en los años 60, una situación que deberíamos haber sometido a crítica y que, sin embargo, pasamos por alto. Y entonces nos equivocamos. Porque sólo desde la imprescindible conciencia crítica de aquella nueva situación hubiéramos podido subir con relativa seguridad, de manera sostenible, como decimos hoy, a un nuevo peldaño. Lo retro consolidado hubiera compensado la euforia de lo progre.

La lección de Pániker no puede ser más sencilla: lo vivido enseña a vivir. Es lo que decimos a pie de calle cuando advertimos «¡lo sabe por experiencia!». El pasado, en resumidas cuentas, es la palanca que nos facilita el apoyo que necesitamos para levantar con seguridad pesos que en otro caso no tendríamos posibilidad de mover. Konrad Lorenz tiene una frase reveladora: «cuando sin contar con el pasado provocamos mutaciones descontroladas, generamos monstruos». Pániker diría que aquí falla el mecanismo retroprogresivo. Diría que quien sufre de alzheimer no sabe quien es. Y que perder la memoria es perderse.