En una mar embravecida y sin auxilio, como recuerda un dicho marinero, hasta el más incrédulo recurre a Dios y a todos los santos: « A Déu no sap pregar qui no va a mar». Y por si el cielo falla, -que fallaba-, el pescador, junto a sus creencias ortodoxas tenía las heterodoxas, convencido de que la suerte podía tener misteriosas causas. Se creía, por ejemplo, que si determinado individuo era cenizo propiciaba malastruganza; que convenía embarcar y desembarcar con el pie derecho; y que al demonio, ni mentarlo, no se sintiera convocado. Silbar y cantar a bordo llamaba a las tormentas. Y era funesto hablar de curas y monjas, porque su enlutada indumentaria conllevaba 'la negra'. También era temerario que una mujer subiera a bordo porque la mar -siempre femenina- se podía sentir celosa y vengarse. Y era mal asunto escuchar campanadas al salir del puerto, de ahí que algunas barcas esperaran a que Sant Elm ya hubiera llamado al vespertino Rosario. Se actuaba, en fin, por si acaso. Por lo que pudiera ser. Y porque, como todavía se dice: « Val més creure que anar-ho a veure».