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Imaginario de Ibiza

Ibiza - Formentera: la travesía hacia el ahora

En las Pitiusas existe una travesía que desafía las leyes de la física existencial

Es Freus con es Vedrà de fondo.

Viajar es como flirtear con la vida. Es como decir, 'Me quedaría y te querría, pero me tengo que ir: esta es mi estación'. (Lisa St. Aubin de Teran).

Ya escribió Kavafis que lo importante es el viaje y no el destino, una máxima que puede aplicarse a casi todas las facetas de la vida. Esta idea tan aparentemente sencilla plantea una disyuntiva sentimental que fuerza a elegir entre dos opciones al parecer incompatibles: abrir los sentidos y dejarse arrastrar por el remolino del presente o dedicarse a tejer caminos en el aire con rumbo al futuro, mientras las experiencias del ahora se escurren como arena entre los dedos.

En las Pitiusas, sin embargo, existe una travesía que desafía las leyes de la física existencial pues en ella estas dos líneas paralelas confluyen. Al recorrerla, el viajero, con independencia de su carácter, su visión de la vida y el lastre emocional con el que carga, acaba tan subyugado por el paisaje que arrincona, al menos durante los veinte minutos del trayecto, toda expectativa sobre el destino. Dicha experiencia, más onírica que real, transcurre entre Ibiza y Formentera y no concede tregua.

En cuanto el ferri se aparta del muelle de la avenida de Santa Eulària, la panorámica de las murallas evoluciona ostensiblemente. La perspectiva que proporciona el poder elevarse unos pocos metros por encima del mar y la tierra, desde la cubierta superior de la embarcación, aporta una visión atípica y más tridimensional de las murallas y los edificios de Dalt Vila.

Empieza la travesía

Ya se asoma, rivalizando en altura con la torre de la iglesia de Sant Elm, la cubierta a dos aguas del Museu d'Art Contemporani. Sobre el terraplén de Santa Llúcia, el campanario octogonal de la iglesia de Santo Domingo, con sus estrechos ventanucos, y en los extremos orientales de los baluartes inferiores, las garitas de vigilancia, con su característica cubierta piramidal. En lo alto de la fortaleza se yerguen las plantas altas del Castillo y la cúspide de la Torre del Homenaje, superponiéndose a los palacios alineados en torno al Carrer Major. Mientras, en los Andenes, los edificios porteños, tan estrechos y encalados en su mayoría, por fin destacan por encima de la desmesura de los yates amarrados a es Martell. Al salir del puerto, el monumento ofrece su visión más horizontal, con el alargado parapeto de Santa Llúcia, coincidente con la línea del acantilado, y el hipnótico juego de ángulos confrontados en Santa Tecla y el revellín.

La travesía no ha hecho más que empezar. A babor, los escollos de es Daus; a estribor, es Malvins. El agua, hasta entonces oscura, se vuelve turquesa camino de la Punta de ses Portes, donde la torre aguarda sobre una exigua elevación de marès, con un conjunto de varaderos camuflados a los pies. Desde este punto es como si, en el pleistoceno, una aguja de piedra hubiese unido en línea recta, como un puente, la pitiusa mayor con su hermana pequeña. Con el paso de los siglos, fragmentos del paso fueron desprendiéndose, dejando un rastro de islotes. La estría se cruza entre el escollo de es Penjats, con su faro bicolor, y s'Espalmador, de considerable tamaño.

Al este, s'Espardell y al oeste, justo cuando el Cap des Falcó se alinea con el Cap Llentrisca, ya se asoma es Vedrà a lo lejos, tan magnífico y contundente como desde la cercanía. Con s'Espalmador enfilado a proa también se vislumbra, nítidamente, su primer fragmento de paraíso, la playa de sa Torreta, a resguardo del islote homónimo. Después, la torre de sa Guardiola, en la zona más elevada y central, y por fin la playa de s'Alga, el islote de Casteví y el escueto paso des Trocadors, en los confines del territorio formenterés.

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