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Historias irrepetibles

El orgullo de Puerto Rico

Roberto Clemente se convirtió hace cincuenta años en el primer latinoamericano en ingresar en el Salón de la Fama del béisbol solo dos meses después de su trágica muerte cuando trataba de ayudar a las víctimas del terremoto de Nicaragua

Roberto Clemente. The Clemente Museum

Le apodaron “El Grande”, la celebridad más grande que ha dado el deporte de Puerto Rico en su historia, uno de los pocos que puede competir en popularidad con las estrellas del espectáculo que ese país caribeño ha dado al mundo en las últimas décadas. Porque el legado de Roberto Clemente se transmite de generación en generación y cada uno de los miles de niños que cogen un guante de béisbol lo hacen con la ilusión de seguir su camino, de convertirse en el fenómeno que fue el jugador de los Pittsburg Pirates, el mejor de su tiempo. Alguien que enseñó a jugar pero también a vivir.

Clemente llegó al béisbol por influencia de su madre, Luisa, una profesora de escuela, que le invitó a dejar de probar tantas cosas diferentes y centrarse en un deporte que en la primera mitad de siglo todavía no era el fenómeno social en el que se convirtió con el paso de los años, en gran medida, por la influencia que los éxitos de Clemente y su carisma tendrían en las siguientes camadas de puertorriqueños. Y no tardó en destacar por encima de compañeros e ingresar con notable rendimiento en los Cangrejeros de Santurce, el primer equipo profesional en el que militó.

El talento de Clemente fue advertido de inmediato por los cazatalentos de los equipos norteamericanos que hay en los países caribeños. Fueron los Brooklyn Dodgers los que le echaron el lazo en 1954 con un sueldo de 5.000 dólares. Solo tenía dieciocho años y durante un tiempo el equipo neoyorkino le mantuvo un tanto alejado del foco, como si no tuviesen interés en que nadie advirtiese su capacidad con dominar las “cinco herramientas” (bateo promedio, bateo de poder, velocidad, defensa y brazo). Incluso fue enviado un tiempo a Montreal en una especie de cesión. Pero no fue suficiente para alejar a los buitres. Los Pittsburgh Pirates, aprovechando una concesión del reglamento, se hicieron con sus servicios a cambio de 4.000 dólares. Recién salido de Puerto Rico, sin saber hablar una palabra de inglés, Clemente se enfrentó a un complicado ambiente. No era sencillo para un chico negro latino instalarse en una Liga en la que más del noventa por ciento de los jugadores eran blancos y solo hacía unos pocos años que Jackie Robinson había roto la barrera racial para convertirse en el primer negro en jugar en las grandes ligas.

Clemente tuvo que madurar deprisa, soportando desagradables episodios de segregación racial por culpa de su origen y el color de su piel. Alojarse en hoteles diferentes o comer en distintos salones que sus compañeros fueron algunos de los peajes que tuvo que pagar y contra los que se rebeló. Hasta su salida de Puerto Rico desconocía por completo la existencia del racismo y aquello supuso un terrible golpe de realidad para él. Incluso en ciertos momentos comprometió a sus propios compañeros blancos por asumir como normal el desprecio que soportaba en muchos ámbitos de su día a día por el mero hecho de ser negro. El menosprecio también existía en todo lo que tenía que ver con su profesión y seguramente su condición de latino provocó que se tardase en reconocer su importancia como jugador. Muchos analistas están convencidos de que si no hubiese nacido en Puerto Rico se le habría dado el valor que tenía mucho antes. Pero todo llega. Su talento era demasiado grande como para ponerle barreras. Después de sus primeras temporadas de adaptación al medio (en todos los sentidos), Clemente estalló a finales de los cincuenta. Y en 1960 fue una pieza básica para que los Pittsburgh Pirates abandonasen la mediocridad en la que llevaban décadas instalados para salir del letargo y ganar primero la Liga Nacional y luego imponerse a los Yankees de Nueva York en las Series Mundiales de aquel año. El tercer entorchado de su historia, treinta y cinco años después del anterior. Clemente había sido una pieza esencial y sin embargo solo fue elegido el octavo mejor jugador de la temporada, un detalle que le dolió y que seguramente –nunca lo reconoció– provocó que no luciese el anillo de campeón en toda la temporada siguiente.

Durante la década de los sesenta el boricua se convirtió en un de los jugadores más dominantes de las grandes ligas, dueño indiscutible de lo que sucedía en los Piratas. Su media de bateo siempre estuvo por encima del treinta por ciento, fue elegido para el partido de las estrellas todos los años menos en 1968, en doce temporadas consecutivas (toda la década) fue distinguido con el Guante de Oro y en 1967 le eligieron el jugador más valioso de la Liga. La decisión de utilizar un bate con algo más de peso le convirtió en un amenaza aún más grande para sus adversarios. Le faltaba aún redondear la carrera con otra actuación antológica, que le permitiese poner el colofón perfecto. Sucedió en 1971, ya después de que los Piratas se mudasen de estadio y abandonasen el viejo Forbes Field. Ya en el Three Rivers, donde hoy existe una estatua en honor a Clemente, se enfrentaron a los Orioles de Baltimore en las Series Mundiales de aquel año. Pese a la condición de favorito del equipo de Baltimore (habían logrado más de cien victorias durante la temporada), Clemente guio a los de Pittsburgh a una victoria antológica por 4-2. El puertorriqueño fue elegido el Jugador Más Valioso de aquella final de forma aplastante.

Clemente, el día que conectó su bateo número 3.000. FdV

Clemente siempre mostró una enorme preocupación por los más desfavorecidos y era reconocido tanto por su afán de llevar el béisbol a las zonas más deprimidas como por sus permanentes obras de caridad. Es algo que pudo comprobarse a finales de 1972. La víspera de Navidad un terremoto asoló Nicaragua y provocó una enorme destrucción en su capital, Managua. Las cifras oficiales hablan de veinte mil fallecidos, el doble de heridos y una multitud se quedó sin casa. Roberto Clemente estaba en ese momento de vacaciones en Puerto Rico tras finalizar la temporada con los Piratas. Tenía 38 años y se comentaba que tenía casi decidido que el siguiente sería su último año en el béisbol profesional. Cuando tuvo conocimiento de la desgracia de sus vecinos, Clemente buscó de inmediato de qué manera podía prestar su ayuda. Gracias a su influencia y popularidad –como correspondía a la mayor celebridad que había en ese momento en el país boricua– no le costó hacer acopio de material, comida y ropa para enviar a los afectados en un viejo DC7 que él mismo se encargó de contratar. El problema es que comenzaron a llegarle noticias de la mala gestión que se estaba haciendo en Nicaragua de la ayuda internacional que en aquellos días empezaba a llegar al país porque buena parte de los envíos se quedaban por el camino y no llegaban a los realmente afectados. Los militares tenían buena parte de la culpa de lo que estaba sucediendo. Por esa razón Roberto Clemente decidió viajar personalmente junto al material y encargarse de forma directa de que llegase a las manos idóneas. El 31 de diciembre de 1972 se subió al avión acompañado del cargamento, de un amigo y de los tres miembros de la tripulación. El aparato, que despegó del aeropuerto de San Juan a las nueve y media de la mañana, tomó altura con dificultad y pocos minutos después de abandonar la isla se precipitó en el Pacífico. El cuerpo de Clemente y del resto de los ocupantes de la aeronave nunca fueron encontrados. La investigación posterior concluyó como causas de la tragedia el mal estado del avión y el exceso de peso por el material que llevaban a Nicaragua.

La muerte de Roberto Clemente conmocionó al mundo del béisbol y especialmente a los aficionados de los Piratas (el número 21 con el que jugaba siempre fue retirado de inmediato). Su admisión en el Salón de la Fama se hizo en un tiempo récord. Habitualmente se ha establecido un plazo de cinco años desde la retirada o muerte de un candidato para iniciar el proceso. Solo con Lou Gehrig, el legendario jugador de los Yankees que falleció a los cuarenta años tras ser diagnosticado de ELA, se había hecho una excepción. Con Clemente también sucedió. El 20 de marzo de 1973 -hoy hace cincuenta años-, el Salón de la Fama le abría las puertas y por primera vez en la historia un jugador latinoamericano recibía ese reconocimiento. El boricua sería el espejo en el que se mirarían muchas de las grandes figuras que daría el béisbol latinoamericano. El día de la ceremonia se instauró el premio con su nombre que se otorga a aquellas personas que realizan labores destacadas en el deporte y para su comunidad. En aquel momento se recordó la máxima que le acompañó en vida y que en la hora de su adiós cobró más sentido que nunca: “Cuando tienes la oportunidad de mejorar la vida de los demás y no lo haces, estás malgastando tu tiempo en la tierra”.

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