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Fútbol

La “banda de locos” del Wimbledon

El juego directo alcanzó con ellos niveles nunca vistos

El Wimbledon, tras ganar la Copa en Wembley.

En Wimbledon, no muy lejos del refinamiento y pulcritud que se respira en el club donde se juega cada año el torneo de tenis más importante del mundo, el fútbol se entregó durante casi una década a su lado más salvaje. Culpa de la “Crazy Gang” (“la banda de los locos”) que es el nombre por el que se conoció a un grupo de futbolistas que llegaban en teoría para protagonizar un cuento de hadas y terminaron firmando una serie gore por el estilo violento que adoptaron dentro y fuera del terreno de juego. Hicieron de la dureza, la amenaza y el insulto un estilo de vida que les funcionó hasta transformarse en una pesadilla para los rivales, especialmente para aquellos que trataban de jugar con un mínimo de gusto. El juego directo alcanzó con ellos niveles nunca vistos.

Hasta 1986 el Wimbledon nunca había estado en la máxima categoría del fútbol inglés pese a que ya tenía casi cien años de historia. Uno de tantos clubes que parecen amarrados al mundo amateur. En los años sesenta llegaron a la séptima categoría, la Southern League; y en los setenta vivieron uno de sus grandes episodios cuando pusieron contra las cuerdas en la Copa al Leeds United de Don Revie. Pero en 1977, tras la renuncia de otro club, la Football League les invitó a formar parte de la cuarta categoría del fútbol inglés. Un cambio importante para la estructura de un club casi de barrio. De hecho, lo compró un empresario que a los pocos años se marchó al Crystal Palace llevándose de paso al entrenador. La nueva directiva decidió entonces poner el club en manos de David Bassett, un tipo muy querido por los aficionados y que había formado parte del equipo que estuvo a punto de eliminar al Leeds en los setenta. De la mano del nuevo técnico el club fue encontrando su estilo. El técnico era consciente de que necesitaba endurecer el grupo y comenzó a buscar un perfil determinado de futbolistas. El invento acabaría por irse de sus manos porque al Wimbledon llegaron a mediados de los ochenta toda suerte de pendencieros y macarras que transformaron por completo el club.

Entre 1984 y 1985 el club da un salto mortal porque a los Dave Beasant (un portero veterano con muy malas pulgas), Alan Cork (eterno delantero suplente), Steve Parsons (famoso por sus lanzamientos de macetas en las fiestas) o Wally Downes (el auténtico jefe del vestuario por sus años en el club) se añadieron diferentes jóvenes casi inadaptados, agresivos y que habían crecido en entornos complicados. Los más célebres fueron Denis WiseJohn Fasanu y Laurie Sánchez.

Buena parte de la plantilla, en el vestuario

Wise era un chico de 19 años, de infinito talento como acabaría demostrando en el Chelsea años después, con una sonrisilla inocente y el pelo rapado que lo mismo daba un pase asombroso que al minuto siguiente había reventado a un rival con una entrada. John Fasanu, el hermano del tristemente fallecido Justin, era un delantero gigante aficionado a las bromas de mal gusto y los comentarios homófobos; y Laurie Sánchez era un londinense de origen ecuatoriano al que tampoco convenía calentar.

Aquel equipo fue depurando un estilo de juego, pero también de vida. Porque convivir en aquel vestuario podía convertirse en un absoluto infierno si eras el elegido para protagonizar alguna de las bromas que maquinaban. Casi nadie se libraba de ellas y aún hoy, una especie de pacto de rufianes que firmaron en aquel momento, hace que algunas de ellas nunca se conociesen. Pero se sabe que llegaron a quemar el coche de algún compañero, untárselo en vaselina, vaciar por completo el despacho del entrenador…ni el propietario del club se libraba. Un día le robaron el coche (tenían cierta obsesión por el parque móvil) y lo abandonaron en un descampado. Luego le devolvieron la llave y le dijeron que estaba al algún lugar en veinte kilómetros a la redonda. Tardó semanas en recuperarlo. Seguramente quien mejor explicó aquel ambiente fue el entrenador, David Bassett, cuando dijo que “en este club los hooligans son los futbolistas”.

Su entrenador lo explicó como nadie: “Aquí los hooligans son los futbolistas”

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Pero aquella pandilla funcionó en el campo con un estilo que suponía trasladar al campo lo que hacían fuera de él. Duros hasta el extremo, violentos en muchos casos. El Wimbledon se fue transformando en una máquina de demoler rivales. Como fuese. Fue entonces cuando comenzaron a llamarles la “Crazy Gang” tomando el nombre de un grupo de cómicos británicos de los años treinta. En 1986 el club consiguió lo imaginable. Un gol de Laurie Sánchez les dio el primer ascenso de su historia a la Primera División del fútbol inglés. La realeza estaba a punto de conocer al Wimbledon.

Fue entonces cuando el club incorporó al símbolo de ese tiempo. En su deseo por reforzar la plantilla para tratar de sobrevivir en la máxima categoría, ficharon a un centrocampista inglés absolutamente desconocido que estaba jugando en la Segunda División de Suecia y que había dejado el hogar familiar con solo quince años: Vinnie Jones. Parecía diseñado para aquel Wimbledon. Muchos años antes de convertirse en un reconocido actor por películas como “Snatch, cerdos y diamantes”, Jones ya interpretaba a muchos de esos personajes en el terreno de juego. Instalado en el medio del campo, era el líder de un equipo que tenía claro que allí no se iba a jugar. Ni ellos ni el rival. Choques, disputas, hombres al suelo, malos modos y una fe infinita cada vez que hubiese un balón parado. Era ese momento en el que acudían al remate convencidos de que era su momento. “Un gol al estilo Wimbledon” fue una de las muchas frases que se acuñaron en ese momento. La cuestión es que aquello comenzó a funcionar y para los rivales la visita a Ploug Lane era peor que la visita al dentista. De ello puede dar fe Paul Gascoigne cuando en el Newcastle era la gran promesa del fútbol inglés. La primera vez que Jones se cruzó con él, el día de la famosa foto en la que aparece apretándole los testículos, se presentó de la mejor manera: “Me llamo Vinnie Jones, soy gitano, gano mucho dinero. Te voy a arrancar las orejas con los dientes y luego las voy a escupir. Estás solo gordo, solo conmigo”. Así era Vinnie Jones. La lista de agraviados y de futbolistas que acabaron mal con ellos es gigantesca. No respetaban nada, ni lo más sagrado del fútbol. Llegaron a escupir en el famoso letrero de “This is Anfield” que adorna el túnel de vestuarios en el estadio del Liverpool. Ese estilo infame funcionó hasta el punto de que en su primera temporada en la máxima categoría del fútbol inglés finalizaron en la sexta posición. Hubiesen jugado en Europa si no fuese porque los clubes ingleses estaban sancionados debido a la tragedia de Heysel que se había producido poco antes. El Wimbledon se hizo una celebridad y formaba parte del día a día en Inglaterra. Incluso Margaret Thatcher, primera ministra, llegó a decir que “si conseguimos que el Wimbledon esté en Primera División seguramente no hay nada fuera de nuestro alcance”.

Jones aprieta los testículos de Gascoigne.

Aquella idea un tanto siniestra consolidó y en 1988 alcanzó lo impensable: la final de la Copa ante el Liverpool. Wembley, noventa mil espectadores, el paseo hasta el centro del campo, la Reina en el palco…impensable para aquella pandilla que ya no tenía a David Bassett en el banquillo. Se había marchado unos meses antes y reemplazado por Bobby Gould, un digno heredero que articulaba su filosofía con una frase concluyente: “Solo necesito un portero que patee 90 yardas y un delantero de metro noventa que baje la pelota”. Guardiola infartaría escuchando tal cosa. El 14 de mayo, una tarde soleada, el Liverpool de Globelaar, McMahon, Beardsley, Barnes y Aldridge se puso frente a ellos representando el lado más exquisito del fútbol. Pero el Wimbledon no había ido a Wembley a hacerse fotos para el álbum familiar. Batallaron como fieras y esperaron su oportunidad que llegó en el minuto 37. Un balón parado, como no, lanzado por Wise con su precisión habitual encontró la cabeza de Laurie Sánchez. El mismo hombre que había marcado años antes el gol del ascenso a Primera División anotaba el primer tanto en una final copera. A partir de ahí el Wimbledon sacó su manual defensivo. El equipo que había hecho del 1-0 y el 0-1 un arte estaba ante su gran examen. El Liverpool les acosó y en el minuto sesenta encontró su gran oportunidad en un penalti. Aldridge, que llevaba 26 goles y había transformado once penaltis, tomó la pelota y lanzó a la izquierda del portero, pero Beasant, el hombre que llevaba toda una vida defendiendo la portería del Wimbledon, hizo la parada de su vida. El Liverpool no se recuperó del mazazo. La “Crazy Gang” se hizo más grande, más fuerte y resistió para pasear aquella tarde por Wembley el único trofeo de su historia. Más que una celebración parecía una despedida de soltero. Bobby Robson, seleccionador inglés, lo dijo más claro que nadie: “Tristes, miserables, pero eficaces”.

El Wimbledon se quedó muchos años en la máxima categoría. Hoy ya no existe. En los noventa la normativa les obligó a dejar su viejo Plough Lane y se fueron de alquiler a Selhurst Park, el estadio del Crystal Palace. El descenso en el año 2000 les condujo a una situación económica insoportable. En contra de la opinión de los hinchas el club se trasladó a cien kilómetros, a Milton Keynes, y cambió de nombre. Un grupo de aficionados fundó entonces el AFC Wimbledon que trata de recuperar la gloria que un día tuvo la “Crazy Gang”, el equipo que como dijo Gary Lineker “el mejor sitio para verles jugar es en el teletexto”.

Beaford detiene el penalti en la final.

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