George Sand y 'Un invierno en Mallorca'
A medio camino entre la autoficción y la crónica viajera, la obra de George Sand levantó ampollas en Mallorca

Retrato de George Sand / DI
Hablo de una escritora francesa poco leída, mal traducida, que ningún canon literario reseña y que algunos críticos califican ‘plumífera de medio pelo’, pero que estuvo entre las primeras lecturas de Proust, dio pie a la elogiosa biografía que le dedicó André Maurois, inspiró a Musset, Chopin, Delacroix y Balzac que pensando en ella escribió ‘Beatrix’, que para Flaubert fue «mi querida maestra», que Dostoyevski aplaudió por el vigor de su escritura, su espíritu y su talento, siendo una de las periodistas y novelistas más populares del romanticismo francés del s. XIX. Hablo de Aurore Dupin (1804-1876) que con el seudónimo de George Sand conocemos en nuestras latitudes por ‘Un invierno en Mallorca’, un texto que leí con curiosidad, -casualidades de la vida- en el mismo escenario que describe en su obra, la Cartuja de Valldemossa.
Las cosas sucedieron así. Mi padre, sargento en el Cuerpo de Carabineros del puerto de Ibiza, tuvo que cubrir por un tiempo, con destino forzoso, una vacante en Valldemossa. Siendo cosa de unos meses, mi madre y mis hermanos se quedaron en Ibiza, pero yo, con el bachiller acabado, pasé con él 4 meses, entre junio y septiembre, en una casita como de juguete que estaba junto a la Cartuja. Pude hacerlo porque preparaba por libre unas soporíferas oposiciones al Cuerpo Técnico de Aduanas que consistían en memorizar más de 200 folios sobre Derecho Constitucional, Organización y Administración del Estado, Derecho Civil, Mercantil y Administrativo, Derecho Financiero y Tributario, Legislación Aduanera, etc., un esfuerzo que me parecía misión imposible, insoportable y aburrida. Y entonces ocurrió.
En una visita con mi padre a Palma, en una librería de viejo del carrer Sant Miquel, -creo que era la Llibreria Ripoll-, localicé ‘Un invierno en Mallorca’, de George Sand, con traducción de B. Payeras, dibujos de A. Sagristà y publicado por Editorial Clumba en 1949. No sé qué pagó mi padre por aquel pequeño libro descuajeringado, tal vez pensó, viendo mi ilusión, que su lectura me distraería y animaría a hincar el codo en el temario aduanero.
El caso fue que devoré la novela mientras los temas de estudio me daban sueño, me amodorraban. La Cartuja entonces estaba vacía. Sólo se abría por las mañanas a los turistas que, ya entonces, llegaban a manadas desde Palma en autocar. Mi ventaja era que, cuando la Cartuja quedaba vacía por la tarde, me dejaban entrar y, cosas de la edad, yo revivía lo que la escritora explicaba de aquel lugar que sin turistas recuperaba silencios, ecos y las vivencias de la escritora con sus hijos y Chopin que arrastraba una tisis galopante. De la novela me divertía la reacción de los vecinos con George, una mujer viril, emancipada, guerrera, anticlerical, de ideas socialistas, que se vestía de hombre, fumaba, tuteaba a todo Dios y exhibía ideas que escandalizaban. Todas sus obras, más de cien, acabaron en el ‘Índice de Libros Prohibidos’ del Vaticano, pero hoy tenemos más de 50 traducidas al español y que yo sepa, cinco en catalán.
Encuentro con Chopin
Su encuentro con Chopin es curioso. Cuando el músico la conoció, le soltó a un amigo: «¡Qué antipática, esa Sand! ¿Es verdaderamente una mujer?». Lo que sucedió fue que el músico, más joven que ella, enfermizo, necesitado de cariño y atraído fatalmente por aquella fuerza de la naturaleza, aceptó su ayuda, era una compañera que necesitaba. Animados los dos por el político español Mendizábal que elogiaba la belleza y el buen clima de Mallorca, acabaron viajando a la isla en noviembre de 1838.
De entrada, les alegró pasar del frío de París al sol de la isla, pero enseguida tuvieron problemas. En el barrio viejo de Palma, ocuparon dos malas habitaciones con catres de tijera, colchones de borra, cuatro sillas, vidrios rotos en algunas ventanas, puertas sin cerraduras y una calle que olía a tripas de pescado, ajos y aceite rancio. Para más inri, llegaron las lluvias y aquello fue ‘la casa del viento’, con goteras y braseros que con sus malos humos agravaron la tos de Chopin que, a pesar de todo, con su pianino que había retenido la aduana, seguía componiendo ‘Baladas’ y ‘Preludios’.
Su problema era que de nada servían los vejatorios y las sangrías del médico que le atendía aprensivo, con miedo al contagio. Hasta que alguien les habló de la Cartuja de Valldemossa, en la que, dispersada la Orden por un decreto de 1836, las celdas de los frailes eran ofrecidas en alquiler por el Estado, pero que, por superstición, nadie quería habitar. Allí convivieron George, sus hijos y Chopin, únicamente con un sacristán, el farmacéutico del pueblo y María Antonia, una vecina que les asistía por cuatro cuartos y, como decía, «per caritat». Una de las cosas que más me divertían del libro eran las topadas de la señora Sand con los vecinos, el alcalde y el cura, que tenían a la pequeña troupe por gabachos paganos. Y para colmo, en los colmados se resistían a venderles comestibles como no fuera a precios exagerados. La vida se les hizo insoportable: «Nuestro enfermo empeora, el viento llora en la torrentera, la lluvia golpea los cristales, los truenos traspasan los muros, las águilas y los buitres, enardecidos por la niebla, vienen a devorar a los gorriones de nuestro granado y nos sentimos prisioneros, lejos de todo socorro y de toda simpatía que pueda aliviar nuestra soledad. La muerte se cierne sobre nuestras cabezas y estamos indefensos para disputarle su presa». El exacerbado romanticismo asomaba sin freno en la escritora, pero a mí no me importaba porque la lectura, cuando recorría aquellas celdas y pasillos deshabitados, me hacía soñar.
El caso, en la historia real, fue que Chopin empeoró al punto de confundir sus delirios con la realidad. Valldemossa se convirtió en un suplicio y abandonaron la isla. De mala manera, porque el viaje en ‘El Mallorquín’ a Barcelona fue terrible. Transportaba cerdos vivos y apestaba. El capitán les asignó la peor litera para que el enfermo no contaminara las buenas y los cerdos, a los que lanzaban zurriagazos los marineros para quitarles el mareo, lanzaban gruñidos insoportables. Y así acaba ‘Un invierno en Mallorca’ que, sin ser una obra maestra de Sand como lo son ‘Histoire de ma Vie’, ‘Correspondance’, ‘Lettres d’un Voyageur’ o ‘Journal Intime’, es un texto bien escrito que, si exagera y ficciona como hace Vuillier al hablarnos de la Ibiza de aquellos tiempos, tiene un cierto valor documental y nos regalará alguna sonrisa.
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