Arte&letras

George Bernanos, el novelista entre Dios y Satán

entre Dios y Satán

entre Dios y Satán / Por Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Georges Bernanos (1888-1948), novelista, dramaturgo y ensayista francés de ascendencia española como Camus y vigoroso testimonio de la literatura del siglo XX, es un escritor al que me cuesta elogiar. Por sus excesos de lenguaje, su tono profético, panfletario y moralizante, su aire folletinesco y un molesto deje a cirio y sacristía. Impenitente polemista, iracundo, apasionado y católico fervoroso, -¡nada que objetar!-, pertenece a la saga de Mauriac, León Bloy, Péguy y Claudel, autores que circunscriben su relato a la presencia de lo sobrenatural en lo cotidiano. Y bien está. La literatura religiosa tiene su lugar junto a cualquier otra, histórica, policiaca o de ciencia-ficción. Lo que ocurre en Bernanos es que, en todas sus obras, -‘Bajo el sol de Satán’, ‘Diario de un cura rural’, ‘La impostura’, ‘Diálogos de carmelitas’, etc-, resulta fatigoso con tanto santo y tanto Satanás, con tantos curas y monjas. Y cansan también sus obsesiones, almas poseídas, desesperadas, agónicas entre el Bien y el Mal, entre tentaciones y lujurias sin cuento, con excesivas dosis de resignación, paciencia, esperanza teologal, redención y premio en un Más Allá supuestamente consolador.

Cuando Bernanos insiste en la predestinación, en el pecado original y la depravación humana necesitada de una gracia aleatoria, huele a jansenismo. De aquí que su lectura resulte molesta para el agnóstico, el ateo y, posiblemente, para muchos creyentes. Con semejante encuadre, si el lector se pregunta por qué, a pesar de todo, dedicamos a Bernanos estas rayas, la respuesta es sencilla: por la incuestionable fuerza de sus personases, porque maneja magistralmente el drama en un mundo enconado y sombrío que, nos guste o nos disguste, nos envuelve y nos arrastra, por su imaginación desbordante en las tramas, por su honestidad que le lleva a rechazar la presidencia de la Academia Francesa, por sus ácidas críticas que le obligan a salir de Francia, y por una particular circunstancia que nos lo acerca, su estancia de casi tres años en Mallorca, tiempo en el que escribe ‘Diario de un cura rural’ y un ensayo sobre la Guerra Civil española que levanta ampollas, ‘Los grandes cementerios bajo la luna’.

En octubre de 1934, Bernanos se instala con su familia en Mallorca, primero en Soller y después en Palma, en una casa de El Terreno que se convierte en la oficina de prensa de Falange Española, con cuyos miembros mantiene cordial relación. Su estancia en la isla no pasa desapercibida. Los corrillos intelectuales conocen sus novelas y el escritor se hace notar con sus conferencias y colaboraciones en la prensa local, El Día, Almudaina y Última Hora. La situación en el país es de cierta agitación política, pero en Palma se da todavía una relativa calma y Bernanos se encierra en sus textos: «Tant qu’il fut absorbé par la rédaction du Journal d’un curé de campagne (…) il ne semble pas qu’il ait prête grande attention aux affaires politiques spagnoles». En marzo del 36 finaliza y publica ‘Diario de un cura rural’, Premio de la Academia Francesa y del Ateneo de Mallorca, olla de monárquicos y antirrevolucionarios. Los hermanos Villalonga, Miguel y Lorenzo, con los que tiene una buena amistad, le dedican un homenaje. Al producirse el alzamiento del 18 de julio, la colonia extranjera abandona la isla, pero Bernanos decide quedarse. Entre otras cosas, porque no quiere dejar solo a su hijo, Ives, precoz militante falangista que combate en Porto Cristo contra el bando republicano. En un primer momento, Bernanos celebra el pronunciamiento militar de los llamados ‘nacionales’, motivados –eso cree- por los altos ideales morales y religiosos de una Cruzada. Elogia a Franco y carga contra Charles Maurras, líder de la Action Française, por no ayudar a los generales sublevados. Pero cuando la guerra se endurece tiene dudas sobre su postura. En agosto del 36 desembarcan en la isla milicianos fieles a la República, pero son rechazados por los nacionalistas que tienen la ayuda italiana que proporciona Mussolini, exaltados cuerpos fascistas capitaneados por el fanático conde Rossi, Arconovaldo Bonacorsi. Las barbaridades se suceden y las persecuciones y ejecuciones masivas, arbitrarias, provocan su repulsa y Bernanos acaba condenando a los que antes elogiaba. Sus críticas le colocan en una situación insostenible y se ve obligado a dejar la isla en 1937. Al año siguiente, publica en París ‘Los grandes cementerios bajo la luna’, obra que apunta «a quienes han identificado sus convicciones religiosas con la sanguinaria Cruzada, calificada cristiana por las huestes franquistas». De Bernanos es la frase «en España se mata como se tala».

En un estilo afiebrado, Bernanos expresa su repulsa y su profunda náusea por lo que ha visto en España, cargando contra el fascio y la iglesia por su connivencia con el pode reaccionario de los vencedores: «La tragedia española es una cloaca, un pudridero, una farsa». Sus ingenuos elogios de primera hora a los sublevados son ahora una dura diatriba contra el ejército, la iglesia y los falangistas. La reacción es inmediata y virulenta. Le llueven las críticas, sus obras son censuradas y la prensa le ataca: «Bernanos vende su alma al diablo», «el pastor descarriado», «el disfraz católico de Bernanos», etc.

El ejemplar de ‘Los grandes cementerios bajo la luna’ que adquirí en el 65, editado por Ediciones Siglo XX de Buenos Aires, me lo consiguió de matute, no sé cómo, aquella heroica Librería Villar que resistió lo que pudo en el carrer de la Xeringa, junto a Casa Carlos. Es una obra panfletaria, pero a Bernanos cabe reconocerle que no se arruga, que dice lo que piensa y lo que cree. Cabe también decir que, en cierta medida, la obra es también un pretexto para la exposición de toda una serie de temas exclusivos, propios del ámbito ideológico y religioso bernanosano. Da grima, por ejemplo, que se dirija a sus lectores en algunos capítulos como «mis queridos hermanos» o «queridos devotos y devotas». Recuerdan en ocasiones al cura que nos soltaba las filípicas de rigor en los sermones de Semana Santa. ¡Genio y figura!

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