A Hemingway le iba la marcha

le iba la marcha

le iba la marcha / Por Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

«Dintre la simplicitat, ‘El vell i el mar’ és un llibre prou ben girat. Hemingway és un escriptor que té l’enorme traça de saber esquematitzar i simplificar, però sovint, la simplificació exterior es projecta sobre l’interior i a dins no hi queda res. Llavors, Hemingway és un escriptor d’una sola dimensió, la lineal. Davant Proust, escriptor de quatre dimensions, fa l’efecte d’un primari (…) La lectura dels seus contes m’ha lleugerament decebut»

Josep Pla (OC., 18, 618)

Ernest Miller Hemingway (Illinois, 1800 – Idaho, 1961) debe su popularidad, sobre todo, a un único relato, breve pero magistral, ‘El viejo y el mar’, al hecho de que se le concediera el Nobel de Literatura en 1954, y al personaje novelesco que hizo de sí mismo con una vida de aventuras y excesos de todo tipo. Hemingway era un hombre que tenía una concepción heroica de la vida. Le fascinaba todo lo que fuera ofensivo, arriesgado y violento. Era, por así decirlo, un animal de gran vitalidad. Sus otras obras son novelas pasables, pero están lejos de ser obras maestras. Y él lo sabía. Tal vez por eso, cuando no estaba borracho -y lo estaba cada dos por tres- , si le hablaban de su oba se enfurruñaba y soltaba improperios. De sus obras prefería no hablar.

En Hemingway van a la par vida y obra. Novela su vida y hace de su vida una novela. Es imposible seguir su recorrido como escritor sin acudir a su biografía. Los padres pasan los veranos junto al lago Michigan y allí transcurre parte de su infancia y adolescencia. Practica la caza y a la pesca con su padre, médico cirujano, al que acompaña en su labor sanitaria entre los indios y también en sus cacerías. Su madre le da la tabarra para que aprenda música y le juega una mala pasada, con frecuencia le viste de niña como vemos en algunas fotografías, con las faldas tableadas de su hermana menor. Es posible que la fachada que después cultiva a machamartillo de hombretón temerario, macho muy macho, le resarciera de aquella faena. Afortunadamente, el ejemplo de su padre va en dirección contraria y a ella se aferra. Es la imagen que nos ha dejado de fanfarrón, bebedor, irascible, seductor, exhibicionista y víctima de su propia leyenda.

Desde muy joven escribe en revistas y diarios locales. En 1917, con sólo 19 años, se alista en el ejército y al año siguiente, tras obtener el grado de teniente honorario de la Cruz Roja, embarca en Nueva York con destino a Europa. En Italia, en Fossalta del Piave, un obús lo hiere en las piernas con más de cien esquirlas que exigen varias operaciones. Cuentan que antes de ingresar en un hospital de Milán, se arrancaba las más superficiales con una navaja.

En Hemingway van a la par vida y obra. Novela su vida y hace de su vida una novela.

Pasa casi un año en el hospital y no pierde el tiempo, se lía en su convalecencia con una enfermera como recoge en ‘Adiós a las armas’. De vuelta a Estados Unidos, colabora en el Chicago Tribune y pasa a ser corresponsal en Europa del Toronto Star. Sus vivencias alimentan sus escritos que tienen siempre el estilo fresco y directo del reportaje, una prosa limpia y vigorosa, sobriamente estilizada, de frases cortas y secas, sin adornos. En una carta a Horace Liveright, editor de En nuestro tiempo , escribe: «Intento transmitir la sensación de vida real, no representar la vida o criticarla, sino hacerla viva».

En París coincide con Gertrude Stein, Ezra Pound, Joyce, Faulkner, Steinbeck, Dos Passos, Scott Fitzgerald, etc. Años después, sus recuerdos darían ‘París era una fiesta’, un texto con trampa porque, mientras recrea con crudeza la bohemia y pobreza parisina, -dirá, incluso, que «el hambre es una buena disciplina»-, él vive a lo grande gracias a un fideicomiso de su primera mujer, Hadley Richardson. En España se aficiona a los toros y a los Sanfermines. Son las referencias vitales y literarias que vemos en ‘Muerte en la tarde’ y ‘Fiesta’. Para Hemingway, el torero, en su brega con el toro ciego, torea la vida, lucha contra el azar y la muerte. La brutalidad de la corrida deviene espectáculo de elegancia y bravura. Expertos taurinos reconocen que los mejores textos de nuestra tauromaquia son de Hemingway. Sigue un periodo de viajes entre Estados Unidos, Francia y España. En 1933 arranca su aventura africana que tenemos en ‘Las verdes colinas’ y en ‘Las nieves del Kilimanjaro’. En 1937 es corresponsal de la Guerra Civil española, participa en el rodaje de ‘Tierra española’ de Joris Ivens y saca dos nuevas novelas, ‘Tener o no tener’ y ‘La quinta columna’, donde tenemos un Madrid asediado.

En 1940 adquiere una propiedad en Cuba, donde salía pescar con Fidel que luego le haría una mala pasada al nacionalizar sus propiedades. De aquella época es ‘Por quién doblan las campanas’. Y no cansado de guerra, es corresponsal de la Segunda Guerra Mundial y no se pierde el desembarco en Normandía ni la liberación de París. Tendrá, incluso, la humorada de patrullar tiempo después por el Caribe con su yate ‘Pilar’ en busca de submarinos alemanes. Le iba la marcha. La publicación de ‘Al otro lado de río y entre los árboles’ (1952) es un fracaso. Bebe mucho y se hunde, pero trata de remontar. Posiblemente, comprende que la situación contemporánea –guerras en Europa, depresión americana y estado de ánimo- exigía algo más que corridas de toros y cacerías africanas.

El pequeño milagro

De aquí el pequeño milagro de ‘El viejo y el mar’. Le valió el Premio Pulitzer en el 53, el reconocimiento internacional y el Nobel de Literatura en el 54. Para entonces, ya estaba por encima del bien y del mal. Se reía de todo, de todos y de sí mismo. «Me han dado el Nobel porque en ‘El viejo y el mar’ no hay palabrotas», comenta. Sus últimos años son de progresivo declive. Alcoholizado y enfermo, sufre repetidas depresiones nerviosas y vive angustiado, obsesionado con la idea de que el FBI le tiene por espía cubano y sigue sus pasos. Ingresa en la clínica Mayo, pero esta vez no consigue salir del agujero.

El 2 de julio de 1961 pone fin a su vida, disparándose a bocajarro dos cartuchos de perdigones con su escopeta de caza. Más de cien gatos se quedan sin dueño en su casa de Idaho. El gesto refuerza una leyenda que sigue, porque en su casa cubana quedaron miles de páginas que no conocemos.

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