Arte&letras

El vómito sartriano

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sartriano / Por Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

El 23 de octubre de 2013 -¡cómo pasa el tiempo-, la entrañable y emblemática Librería Canuda que nos daba refugio en Barcelona junto al Ateneu, bajó la persiana. Hoy es una tienda prêt-a-pôrter. Con más de 400.000 títulos, reconfortaba su inconfundible olor a papel húmedo y a libro viejo. En su sótano se inspiró Ruiz Zafón para crear ‘el Cementerio de los Libros’ de La sombra del viento. En aquella maravillosa librería, el señor Mallofré nos aconsejaba. Al hablar aquí de La Náusea sartriana recuerdo la ‘Canuda’ porque en ella conseguí un ejemplar de su primera edición, la de 1949, publicada en Méjico por la Editorial Diana. Sus páginas ya están amarillas y, al pasarlas, dejan oír un leve crujido. Pero dejémonos de nostalgias y vamos a lo que voy.

Confieso que a Sartre le tengo ojeriza. Y no porque nos haya dejado perlas como «el infierno son los otros». Ocurre que me resulta gélido, antipático, tramposo y teórico hasta el aburrimiento. Tal vez exagero, pero traten de hincarle el diente a ‘El Ser y la Nada’ o, si lo prefieren, a la ‘Crítica de la Razón Dialéctica’, un alambicado intento de que el existencialismo insuflara dialéctica al marxismo. Sartre es más accesible en otros textos. Prolífico como una coneja, escribió novelas, ensayo, filosofía, crítica literaria, biografías y teatro. Sin salirse en ningún momento, un tanto acartonado, del triángulo absurdo-contingencia-libertad, un escenario sin Dios en el que el hombre está solo, sumido en la angustia y la desesperación. Manipulador y en su fría lucidez, Sartre, como le soltó Camus, cae a veces en su propia trampa. Afirma, por ejemplo, la inexistencia de Dios porque su sola idea es impensable, cuando con ello no prueba nada. Es cierto que Dios no cabe en un concepto. Si lo pudiéramos pensar no sería Dios, pero ello no dice nada de su existencia. Es muy posible que Dios no exista, pero que no lo podamos pensar no prueba su inexistencia. También afirma que aunque Dios existiera, el hombre seguiría siendo un sinsentido. Nuestro sesudo filósofo está empecinado en colocar al ser humano en un cul de sac, en un callejón sin salida, una fijación que encontramos en todas sus obras, ‘La náusea’, ‘Las moscas’, ‘Muertos sin sepultura’, ‘A puerta cerrada’, ‘El diablo y Dios’, ‘Las manos sucias’… Digo yo que, para no preocuparle Dios, resulta curioso ver hasta qué punto se ocupa de Él. Sartre es admirable, sin embargo, en muchos otros aspectos. Tiene un gesto notable cuando rechaza el Premio Nobel de Literatura (1964), porque aceptarlo, según dijo, iba contra sus principios. ¿Respuesta sincera o visceral? ¿Desplante para ganar notoriedad? ¿Rabia de que se le concediera antes a Camus? No podemos saberlo. Cabe también decir, para decirlo todo, que aunque ostente el título de patriarca del existencialismo, Sartre no inventa el Mediterráneo. Jaspers se le había adelantado. Y también Kierkergaard: «Cada quién se elige a sí mismo enfrentando la angustiante posibilidad de la Nada».

De toda su extensa producción, su obra más emblemática, conocida, legible y que mejor resume su pensamiento, ‘La náusea’, como todas sus obras de ficción, es un pretexto para colarnos su filosofía de angustia y vaciedad. Para Antoine Roquentin, el protagonista, el mundo es absurdo, todo le repugna, todo le hastía, todo le provoca arcadas. En el sinsentido de la realidad que le toca vivir, Antoine siente una incontenible apatía y ve su vida como un descenso hacia una Nada inevitable. Es el reverso del Sísifo camusiano que no se resigna y, en vez de caer en la desesperación, planta cara a su sino. Como toda obra de tesis, La náusea es un fracaso como novela porque la ficción exige una libertad que aquí el pensamiento encorseta y oprime. Sus personajes no son de carne y hueso, son ideas que caminan y hablan. No son creíbles. La obra chirría en el intento de convertir su filosofía en literatura. Sartre, en resumidas cuentas, nos da gato por liebre. Nos cuela, con calzador, el pensamiento que exhibe en El Ser y la Nada.

La Segunda Guerra Mundial

Después de lo dicho, Sartre no nos perdonaría que tratáramos de exculparle, pero hay algo que conviene decir para no sacar las cosas de contexto. A finales de la Segunda Guerra Mundial, la destrucción y la muerte sembradas por el conflicto desacreditaban cualquier mirada optimista acerca del progreso y la bondad humana. Sartre escribe en este escenario que lleva a Walter Benjamin y Stefan Zweig al suicidio. Él, teórico como es, también negó la vida, dijo que era absurda, pero la conservó hasta el final. Ello no quita que nos haya ofrecido un testimonio inestimable de la enajenación que en aquellos años se vivía, instancia en la que apuesta por la subjetividad y una libertad que, siendo relativa, es la única que el hombre puede ejercer.

Y un apunte final que tal vez responda a mi mala conciencia por haber puesto al inefable Sartre como chupa de dómine. Me he dejado en el tintero, intencionadamente, la que es, sin ninguna duda, la gran excepción de toda su obra y, con diferencia, el mejor de sus textos, el más personal y, sin embargo, el menos conocido, ‘Las palabras’. ¡Que no se lo pierda quien no lo conozca! Son unas memorias inmisericordes de su infancia en las que el gran hombre se desnuda. Las escribe ya cincuentón. Es una reflexión breve, de dos únicos capítulos, ‘Leer’ y ‘Escribir’. Una mínima reseña, para hacer boca, nos dice de qué va la cosa: «Empecé mi vida como sin duda la acabaré, rodeado de libros (…) En el despacho de mi abuelo había libros por todas partes. En casa, sólo podíamos limpiarles el polvo una vez al año. Yo no sabía leer y ya los reverenciaba, derechos o inclinados, apretados como estaban en los estantes de la biblioteca que para mí era un templo. Yo había encontrado mi religión. Aún no sabía leer, pero ya era lo bastante snob como para exigir ‘mis propios libros’ (…) Los cogía, los acariciaba, los olía y los abría descuidadamente, haciendo que sus páginas crujiesen (…) Y los libros me hablaban». Es muy posible que no exista un elogio mayor y más sincero de los libros, de la lectura y, en fin, de la Literatura. ‘Las palabras’, créanme, es una joya. Estoy convencido de que fue un texto determinante para que le ofrecieran el Nobel que, ¡cosas de Sartre!, él rechazó. En cualquier caso, se trata de una reflexión indispensable para conocer, desde su mejor ángulo, a uno de los pensadores –no digo escritores- más influyentes y controvertidos del siglo XX.

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