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Arte&letras

Los Durrell, Lawrence para empezar

Lawrence Durrell en una visita a Israel en 1962. boris carmi / national library of israel Por Miguel Ángel González

La obra de Lawrence Durrell, en gran medida autorreferencial, exige tener noticias de su biografía, excéntrica y con un cambio de escenarios que serán los de sus novelas. Lawrence nace en Jalandhar, (India, 1912), de padres ingleses, y las circunstancias le llevan de aquí para allá, India, Inglaterra, Corfú, Rodas, Chipre, El Cairo, Alejandría, Belgrado y Sommières (Francia), donde fallece en 1990. De trato difícil, violento, alcohólico y depredador sexual, Lawrence fornica más que un simio. Safo, la hija que tiene con Eve Cohen, se ahorca con sus pantys y deja una nota en la que denuncia los abusos que sufría de su padre. Lawrence tiene sólo 24 años cuando, con la ayuda de Henry Miller, escritor que usaba su pene como un mendigo su gorra, publica en París el ‘Libro Negro’ que, calificado por la crítica de grotesco y obsceno, no se publicaría en Inglatera hasta 1970. Su mala fama le privó del Nobel en 1962.

La gran obra de Lawrence, ‘El cuarteto de Alejandría’, -Justine, Balthazar, Mountolive y Clea- es una misma historia explicada desde distintos puntos de vista. A la sombra de Freud y Sade, con un hábil juego con el espacio y el tiempo, plantea una sugerente reflexión sobre el amor físico y metafísico, a través de los encuentros y desencuentros de un pequeño grupo de individuos amorales, a la búsqueda de experiencias estéticas y sensuales. El escenario es una lasciva Alejandría, ciudad-araña que atrapa a los personajes y donde el amor es una actividad sagrada que cura y mata. ‘Justine’ es la mejor de las cuatro entregas. Escrita a toro pasado, la novela empieza con lo que parece el final de todo el Cuarteto: «Otra vez hay mar gruesa y el viento sopla en ráfagas excitantes. En pleno invierno, se sienten ya los anticipos de la primavera. Me he refugiado en esta isla con algunos libros y la niña, la hija de Melisa. No sé por empleo la palabra ‘refugiado’. Los isleños dicen que sólo un enfermo puede elegir este lugar perdido para restablecerse. Digamos, si se prefiere, que he venido aquí para curarme».

Leí el ‘Cuarteto’ en 1977 y hoy, casi 50 años después, me sigue pareciendo una de las grandes creaciones novelísticas del siglo XX, a la altura de la ‘Recherche’ de Proust. Durrell quiso después superarse en el ‘Quinteto de Avignon’, pero se quedó a la sombra del ‘Cuarteto’, auténtica obra maestra que ha dejado en segundo plano sus otros textos que, sin embargo, no son en absoluto menores. Muy al contrario. Posiblemente, en ellos esté lo mejor de Lawrence, librado del posesivo y destructivo abrazo de Alejandría. Es el caso de su ‘trilogía mediterránea’, ‘La celda de Próspero’, ‘Reflexiones sobre una Venus marina’ y ‘Limones amargos’, sin olvidar ‘Carrusel Siciliano’, el formidable texto que me llevó a Sicilia. El escenario de ‘La celda de Próspero es Corfú’ (1937-1938), bajo la amenaza de la Segunda Guerra Mundial. ‘Reflexiones sobre una venus marina’ nos sitúa en Rodas (1953), desde donde Durrell, convertido en espía, pasa información al Foreign Office. Y ‘Limones amargos’ centra su atención en la isla de Chipre (1953-1956), cuando los chipriotas griegos pretenden liberarse de la dominación británica, situación que les lleva a enfrentarse con los chipriotas turcos.

Un extranjero ‘residente’

Los textos de la ‘trilogía’ que dedica a Corfú, Rodas y Chipre, son inclasificables. Lejos de estar de paso en aquellas islas, Durrell fue en ellas, como decimos en Ibiza, un extranjero ‘residente’ que echó raíces. En sus estancias, ocuparán un lugar muy especial las casas que habita, la ‘Casa Blanca’ en Kalami, un encantador refugio de pescadores, al norte de Corfú; Villa Cleóbulo en Rodas, una villa pequeña, junto a un cementerio turco, oculta por un bosquecillo de adelfas y rododendros; y en Chipre, en Bellpaís, compra una casona que acondiciona porque es una ruina, pero que tiene unas vistas indescriptibles bajo el castillo de Buffavento. A medio camino entre la experiencia vivida y el reportaje, Lawrence describe, con una maravillosa prosa poética, lugares y personajes que adquieren una categoría casi mitológica. Ivan Zarian, poeta armenio, posee una extraordinaria màquina de escribir que permite, con sólo girar los tipos, escribir en francés, italiano, armenio y ruso. Theodore Stephanides, arcano sanador de huesos rotos, le descubre a Larry la poesía de Kavafis. Y luego están muchos otros personajes inolvidables, Mehemet Bay, Espiro y Seferiades. Durrell incluye emotivas anécdotas. Recuerdo la de sus vecinos, que le agradecen el pequeño periódico que edita porque no tenían papel para envolver el pescado. Añade evocaciones históricas, costumbres, supersticiones y creencias, caso del culto a San Espiridión, patrón de Corfú, que da nombre a todos los niños de la isla y también a las barcas. Incluye, incluso, recomendaciones gastronómicas –soupya (guiso de calamares), kephtaydes (albóndigas muy sazonadas), dolmades (carne picada cocida en hojas de parra) y un brebaje, el ouzo, capaz de levantar a un muerto, parecido a nuestro suïsser.

La ‘trilogía’ es, por otra parte, una crónica de incuestionable interés, no en vano Durrell es testigo de la convulsa situación socio-política que atraviesan las islas, particularmente Chipre, que vive un momento crucial con el desencuentro turcochipriota que se cierra en falso y hoy sigue vivo, con dos culturas, dos idiomas y dos religiones, islámica en el lado turco que ocupa el norte de la isla y ortodoxa en el lado sur, que ocupan los griegos. Un aspecto no menor y común en las tres obras de la ‘trilogía’ es la reivindicación que Durrell hace de una cierta islomanía, -algo que en las Pitiusas conocemos bien-, esa dolencia del espíritu que afecta a quienes se sienten irresistiblemente atraídos por una isla y que se traduce en un sentimiento de indescriptible embriaguez. Son textos deliciosos, en los que vivimos , entre pescadores de esponjas, inolvidables veladas en las que, junto a una fogata, los lugareños mezclan historias y leyendas mientras fuman su picadura de papastratos, un tabaco que recuerda la pota de nuestros payeses.

Si existe un éxtasis Egeo, es el que nos descubre Lawrence Durrell en esta sublime ‘Trilogía’, páginas escritas desde esa nostalgia que retenemos los exiliados de una isla, en la que una vez rozamos la felicidad, ese pájaro esquivo.

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