Diario de Ibiza

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SUPLEMENTO CULTURAL ARTE Y LETRAS

La ciudadela

Saint Exupéry, correo de guerra. Archivo Magón

Antoine de Saint-Exupéry, aviador y poeta, es de la estirpe de John Ruskin y Goethe, para quienes la naturaleza tiene un lenguaje que el hombre, humildemente, debe descifrar. El silencio de los cielos vacíos y la soledad del Sahara inmenso que como correo aéreo sobrevuela cada día, le mueven a la contemplación y al recogimiento, le dan el sentido de lo invisible en lo visible.

Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944) cultiva la novela, el ensayo, la poesía y el periodismo, pero le puede la aventura y se hace aviador. En 1921 se integra en la escuadrilla que cubre el correo aéreo entre Toulouse y las colonias francesas africanas, y en 1944 opera desde Córcega en una unidad de reconocimiento fotográfico que vigila los movimientos de las tropas alemanas. Su avión desaparece en el mar el 31 de julio de aquel año. Pasa el tiempo y el 7 de septiembre de 1998 un pescador que faena a media milla náutica de la isla de Riou, al sur de Marsella, saca en sus redes un brazalete con el nombre de Saint-Exupéry y de su esposa Consuelo. Dos años más tarde, un buzo localiza los restos del P-3 Lightning que pilotaba Saint-Exupéry en los mismos fondos en los que se encontró el brazalete.

En su corta vida de novela, Saint-Exupéry compagina dos pasiones, volar y escribir. Nos deja ‘El aviador’, ‘Correo del Sur’, ‘Vuelo Nocturno’, ‘Tierra de hombres’ y ‘El principito’, su obra más conocida. Aquí nos llama la atención su texto más ambicioso, ‘La Ciudadela’, una obra enigmática, torrencial y desconcertante. Con un aire bíblico que se inspira en los libros poéticos y sapienciales de la Biblia, es más un ensayo escrito en clave, cargado de símbolos metáforas y alegorías. Profético en ocasiones, tiene algo del ‘Zaratustra’ de Nietzsche y de ‘Los alimentos terrenales’ de Gide. Exupéry quiere romper el límite de las palabras para expresar lo inefable y que el lenguaje diga más de lo que puede decir. ‘La Ciudadela’ tenía que ser la Summa de sus reflexiones y experiencias sobre el sentido de la vida, pero su muerte la dejó inacabada, montones de folios y notas que no pudo hilar ni corregir. Esto explica el carácter fragmentario del texto, sus repeticiones, sinuosidades y contradicciones, pero siempre cargado de sabiduría, luminoso, de alto voltaje, un festín para el letraherido que lo aborda con curiosidad y paciencia.

El escenario es el desierto. ‘El hijo de un rey bereber’ –con los dos se identifica Exupéry- explica sus vivencias y las enseñanzas de su padre. La aparentemente inextricable Ciudadela es un proyecto, es la construcción que debemos hacer, personal y colectivamente, con un objetivo común: «El hombre es en todo semejante a la ciudadela; destruye los muros para asegurarse la libertad y ya es sólo una fortaleza desmantelada. Entonces comienza la angustia de no ser (…) Ciudadela, te construiré en el corazón de los hombres». Exupéry nos dice que mientras el hombre destruya su ser-con-los-otros –la ciudadela en construcción-, mientras se encierre en su individualidad creyéndose más libre y persiga su exclusivo bienestar material, su razón de ser está comprometida. Sólo en comunión, sumando esfuerzos en pro de un mismo ideal que supere el de todos, el hombre sabe que sus preguntas últimas son falsas y que lo esencial es el camino compartido. ‘La Ciudadela’ es una obra en marcha, es un deseo y una necesidad, es un deber y una esperanza. Los tiempos que vive Saint-Exupéry son convulsos y con la civilización amenazada, se tiene que tener un norte claro y una buena estrategia de marcha: «Descubrirás lo esencial de la caravana si olvidas los subterfugios del lenguaje y estás atento: si se abre un precipicio, la caravana da un rodeo; si aparece una roca, la evita; si la arena cede, busca una arena más dura y recupera siempre su dirección originaria». El Dios de la Ciudadela es sólo un silencio inabordable, una imagen nostálgica en la construcción, en la soledad del camino. De la desesperación de encontrar vacío el lugar de la trascendencia nace la conciencia de que, más allá de los accidentes de la existencia individual y de la aceptación dogmática de la divinidad, está la sed de perfección y de inmortalidad en la especie, esencia humana a la que todo individuo debe aspirar, sin esperar otra recompensa a su esfuerzo. Comprender el significado de la divinidad es entender la inutilidad de preguntarse por ella, es llegar a la supresión de la pregunta.

La capacidad de compartir

En la construcción de la Ciudadela, al racionalismo, Exupéry opone el fervor –de nuevo Gide- y la capacidad de compartir: «Dar es arrojar un puente sobre el abismo de la soledad». En un tono atemporal, lírico y sentencioso, Exupéry reflexiona –y nosotros con él- sobre todos los aspectos de la vida que considera importantes, la amistad, el amor, la familia, el trabajo, la tradición, la virtud, el dolor, el poder, el mal, la soledad, la libertad, la experiencia, la muerte, la importancia de la acción, la justicia, el espíritu, el sentido de la vida… Exupéry echa en falta a Dios, pero no es creyente: «Es inútil que levantéis un templo porque sólo sirve para calmar los sentidos y reposar». Y lo que más sorprende, antes o después, nos sentimos interpelados en ‘La Ciudadela’, tenemos la extraña sensación de que sus textos son para nosotros, para esta bendita isla: «De vosotros depende la ciudad futura, no sólo en su significado espiritual, sino en el rostro que mostrará y le dará su expresión. Estoy de acuerdo con vosotros en que se trata de instalar felizmente a sus habitantes, a fin de que disfruten de las comodidades exigibles y no malgasten sus esfuerzos en vanas contemplaciones y en derroches estériles. Pero hay que distinguir lo importante de lo urgente. El hombre tiene que comer, pero el amor y el sentido de la vida son más importantes». Uno diría, incluso, perplejo, que anticipa nuestro momento y nuestra historia: «Antes habitaba un pueblo construido sobre la espalda de una colina, bien plantado en la tierra y su cielo, un pueblo establecido para durar y que duraba. Un desgaste maravilloso lucía sobre el brocal de nuestros pozos, sobre la piedra de nuestras murallas y nuestros umbrales. Pero he aquí que una noche algo se despertó en nuestro asiento subterráneo. Comprendimos que la tierra se removía bajo nuestros pies y que lo destruido reclamaba ser obra de nuevo. Y tuvimos miedo. Tuvimos miedo no tanto por nosotros mismos como el objeto de nuestros esfuerzos».

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