Hacia 1945, dos insignes argentinos enamorados de la literatura policíaca británica fundaron la colección Selecciones del Séptimo Círculo. Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, al frente del proyecto, eran dos grandes capaces de sostener sin despeinarse a Kafka con una mano y con la otra, una entretenida trama de suspense, donde el asesinato se plantea como un enigma, un acertijo a resolver. Borges lo explicaba así: “estas ficciones policiales requieren una construcción severa. Todo en ellas debe profetizar el desenlace; pero esas múltiples y continuas profecías tienen que ser, como las de los antiguos oráculos, secretas; sólo deben comprenderse a la luz de la revelación final”.

En la colección del Séptimo Círculo, bautizada así porque en esa zona del infierno situó Dante a los violentos en su ‘Comedia’, se dieron cita autores como Nicholas Blake (seudónimo bajo el que se escondía Cecil Day-Lewis, poeta laureado y padre del actor Daniel Day-Lewis), John Dickson Carr, Michael Innes, Eden Phillpotts o John Franklin Bardin, nombres poco conocidos para el lector de novela negra actual, que esconden horas de placentera e inteligente lectura. Uno de ellos es Richard Hull y merece la pena detenerse en él. Fue número 10 de la colección con ‘Mi propio asesino’, que ahora sirve Alba en cuidada traducción de Leonor Saro. Fue autor de mucho éxito en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial y acabó siendo asistente de Agatha Christie cuando esta presidió el Detection Club, en los tiempos menos creativos de esta asociación que había velado años por la pureza de las reglas de la novela-enigma, especialmente, la prohibición del viejo truco que invita a sacarse de la manga al final pruebas a las que el lector no ha tenido acceso.

‘Mi propio asesino’ fue publicada en 1940 y muestra justamente cómo esas reglas de pureza se habían roto saludablemente. Para empezar, es lo que se llama un enigma a la inversa, es decir aquel que no te revela al asesino al final sino que acompaña a los actos delictivos mientras contemplamos cómo se las ingenia para eludir una y otra vez la justicia. Vamos, que el Ripley de Patricia Highsmith no está muy lejos.

Así conocemos al abogado y narrador protagonista, Richard Sampson –que curiosamente es el verdadero nombre de Hull, quien firmaba con seudónimo-, que una noche recibe a uno de sus clientes, un tipo atractivo y poco digno de confianza, quien le pide ayuda porque acaba de matar, involuntariamente, a un criado que pretendía chantajearle. Lo más significativo es cómo Hull resuelve esta situación de partida: al narrador no se le ocurre ni un por un momento llamar a la policía, sino que urde una trama, no “por mera bondad” cómo se encarga de explicar al principio y sin reconocer muy bien, para pasmo del lector, por qué actúa de ese modo, retorciendo las situaciones hasta llegar a las resoluciones más absurdas o las más inquietantes. El aceite que engrasa la trama, lo mejor de este libro, es el tono irónico con el que Sampson enfrenta al lector con las situaciones más tremendas, así se ve aceptándolas con una sonrisa en los labios hasta que cae en la cuenta de la gravedad del asunto. Humor inglés, lo llaman.