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arte & letras

Pantallas y teclados

Teclados. Archivo Magón

Vivimos en un mundo que desconfía del factor humano y prioriza la precisión y la velocidad de las máquinas, circunstancia que nos lleva a sustituir todo lo que hasta ahora se hacía con las manos por precisos procesos electro-mecánicos: en las casas hemos introducido los electrodomésticos, en las fábricas priman los montajes automatizados y en los quirófanos los robots substituyen con ventaja las burdas manos del más fino cirujano. Y lo sorprendente es que tan fantásticos artefactos no sólo hacen las cosas mejor que nosotros, sino que son capaces de hacer lo que nosotros no sabemos ni podemos hacer, lo hacen más deprisa, con absoluta precisión, sin cansarse, sin vacaciones, sin seguridad social y sin pensiones de jubilación. La ciencia-ficción ha saltado de las novelas a la vida real y ya estamos incubando a un hombre nuevo, el hombre-dependiente. Y dependencia significa subordinación, servidumbre. Un hombre, en fin, que no podrá sobrevivir sin las máquinas que hacen lo que él ha dejado de hacer. Salvo que una hecatombe nos devuelva a las cavernas, se trata de un proceso que sigue tres parámetros inquietantes: se retro-alimenta en capacidad y velocidad, es imparable y no parece reversible por razones obvias, pues mejor que el carro es el avión, mejor que morir de una infección es una inyección de penicilina, mejor que contar con los dedos es una calculadora, mejor que una postal es un e-mail. Y así sucesivamente.

Y uno de los aspectos más perturbador de este proceso de mecanización irreversible lo tenemos en las consecuencias que ya está generando en el universo de la escritura. Hablamos mucho, por ejemplo, del papel del libro en un mundo informatizado, de la invasión de las pantallas y teclados que substituyen a los arcaicos útiles que hemos usado hasta hace poco para escribir, papel, lapiceros, bolígrafos y estilográficas, pero conviene que nos preguntemos si el libro de papel podrá convivir con los ordenadores, los correos electrónicos y los archivos digitales. No sé qué piensan ustedes, pero yo no me atrevo a dar una respuesta, porque una cosa es lo que a uno le gustaría que pasara y otra, muy distinta, lo que pueda dictar la terca realidad que, a la vista está, galopa desbocada. Pase lo que pase, lo que aquí traigo a colación es un aspecto muy concreto de este laberíntico viaje que estamos haciendo y que puede conseguir que las próximas generaciones no sepan hacer la O con un canuto. Y no es una frase ocurrente, pues todo indica que nuestros nietos, sin sus calculadoras y ordenadores, no sabrán hacer sumas, restas, multiplicaciones ni divisiones, Y no sabrán tampoco escribir si no lo hacen sobre pantallas y picoteando las letras en el omnipresente teclado que hoy manejan desde los cuatro años. Me pregunto si no acabaremos perdiendo, por no utilizarla, la grafía manual numérica y alfabética que con tantos pescozones y disgustos aprendimos en el purgatorio escolar de nuestra infancia. Es cierto que con los teclados seguiremos utilizando números y letras que veremos bailar en las pantallas, pero nuestras manos habrán olvidado su caligrafía. A marchas forzadas, en las empresas y en las casas, estamos sustituyendo la hoja de papel por la pantalla del ordenador. Y el arcaico lapicero, la goma de borrar y el sacapuntas, son hoy piezas de museo, anacronismos.

El teléfono móvil nos ha traído un lenguaje abreviado, un críptico galimatías que los mayores no conseguimos traducir

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Me pregunto qué puede suponer en nuestra forma de vivir y ver el mundo este cambio que estamos haciendo tan alegremente. El hecho es que con el uso de las calculadoras estamos olvidándonos de cómo resolvíamos las que llamábamos ‘operaciones elementales’ Ahora, con sólo apretar unas teclas, obtenemos la solución inmediata y exacta de cualquier operación aritmética o algebraica. Consecuentemente, las próximas generaciones no sabrán sumar dos y dos, ni que 7 x 7 son 49. Estarán en manos de las calculadoras, los ordenadores, los microchips y la electricidad. Un fallo mecánico, una caída de la luz o el simple hecho de que nos quedemos sin pilas, nos convertirá en analfabetos o, digámoslo claramente, en tontos de capirote.

Y con las letras tenemos, si cabe, un problema más grave, pues estamos modificando la escritura y la lectura. El teléfono móvil nos ha traído un lenguaje abreviado, un críptico galimatías que los mayores no conseguimos traducir. Me comenta un profesor de Secundaria que empiezan a encontrarse exámenes con el lenguaje de marras, un código que para los jóvenes es ya no sólo común, sino necesario. Y la consecuencia es que la escritura y la lectura pasan a ser otra cosa. Hace ya tiempo que el teléfono arrinconó a la misiva y la postal. ¿Quién iba a entretenerse en escribir una carta? ¿Quién es el dinosaurio que aún escribe mano? Y un último empujón en esta dirección lo tenemos en las escuelas y universidades que introducen los teclados y las pantallas en las aulas. Un dato parece incuestionable: los alumnos se interesan más por los contenidos al utilizar un ordenador que conocen mejor que el profesor; y éste, por su parte, puede controlar con inmediatez desde su mesa los progresos de cada alumno a los que, por las pantallas, puede dirigirse de forma personalizada, sin distraer a los demás. La pantalla, además, aporta un plus significativo, pues una cosa es explicar qué es un volcán y otra muy distinta ver en la pantalla sus entrañas en un corte sagital y presenciar en vivo su erupción. Una cosa es hablar de Madagascar y otra muy distinta ver su orografía en la pantalla. Pero vamos a lo que íba. Si se imponen los teclados y dejamos de lado la escritura manual, si los libros son sustituidos por CD’s y las bibliotecas por archivos informatizados, la conclusión a la que uno llega es que las futuras generaciones, en el sentido tradicional, no sabrán contar, escribir ni tampoco leer. Lo harán de otra manera, posiblemente más rápida y eficaz. Pero no serán autosuficientes. Dependerán de los teléfonos móviles, las calculadoras y los ordenadores. Me pregunto qué consecuencias tendrán estas nuevas formas de escritura, lectura y comunicación. A ciencia cierta no podemos saberlo, pero resulta inquietante. La respuesta la tendrán nuestros nietos.

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