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Un jardín en Ucrania

Un jardín en Ucrania

Hubo un tiempo en que en Ucrania también florecían los cerezos. Anton Paulovich Chéjov era un hombre que escuchaba. Un escritor que supo auscultar el alma humana. También, incluso la de los animales, palabra que viene de ánima. La grandeza de Chéjov radica en eso: sabía escuchar e «interpretar a los seres más dispares, ya se trate de perros, lobos, hombres o mujeres», escribe Natalia Ginzburg, en su biografía (Acantilado). Sus perros, dos bassets de cuerpo alargado, se llamaban Bromuro y Quinina. Fue médico. Era generoso, no cobraba a los pobres. Construyó escuelas y sanatorios. Decía que el mundo es hermoso y que tan sólo tiene una maldad: nosotros. Para él, «lo malo de la vida es que no tiene sentido», destaca Irene Némirovsky en La vida de Chéjov, ahora reeditada por Salamandra. Todos sus cuentos han sido publicados por la editorial Páginas de Espuma.

Pese a su proverbial buen humor y a que, con El jardín de los cerezos, su última obra teatral, quería escribir algo alegre, no pudo evitar que se convirtiera en un drama. Un drama, en el que, escribe Némirovsky, resuena un eco de las veladas en Ucrania, «de los años idos, de los rostros disipados, una gran parte de la juventud de Chéjov».

Antosha había nacido en 1860 en Taganrog, a orillas del mar de Azov, muy cerca de la frontera ucraniana y a poco más de cien kilómetros de Mariúpol, hoy ciudad mártir con la que formalmente aún está hermanada. A principios del verano de 1887, con los primeros síntomas de la tuberculosis que le llevaría a la tumba, Chéjov había alquilado una casita en Ucrania a la familia Lintarev. Estaba junto a un río por el que los días de fiesta los campesinos bajaban con sus barcas tocando el violín. Chéjov también vivió en una vieja y abandonada casa de los Smagin, ubicada en Sumy, una de las primeras ciudades ucranianas bombardeadas por Vladimir Putin.

En el cuarto de Sumy en el que duerme Anton Chéjov, un ruiseñor ha hecho su nido. La música y el penetrante olor del heno recién segado le emocionan. Por las grietas de la tarima, escribe, «asoman brotes de cerezos y ciruelos».

En 1914, diez años después del estreno de El jardín de los cerezos y de la muerte de su autor, el escritor Maksim Gorki se acuerda de él. Gorki está en Finlandia. Por la noche, escribe, «los reflectores lamen las nubes como lenguas». Gorki vuelve a leer a su amigo y concluye que «la guerra le habría envenenado el corazón». Maksim Gorki, tan distante políticamente de Anton Chéjov pero tan cerca de su alma, sabía con dolor que hubo un tiempo en que en Ucrania también florecían los cerezos.

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