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Bajo el signo de Marte

Bajo el signo de Marte | LITELBUTX

Hace ya muchos años, cuando llegamos a la Luna y soltamos aquella lapidaria frase que había de marcar un antes y un después en los anales de la Historia, «este es un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la Humanidad», regresamos de vacío. O, más precisamente, nos trajimos cuatro piedras que han aumentado nuestro desencanto. El viaje sirvió, eso sí, para que desde un paisaje desolado los astronautas vieran lo maravilloso que desde allí se veía nuestro planeta azul en la inmensa oscuridad del firmamento. Desde entonces, por así decirlo, se nos han bajado ‘los humos’. Hemos comprendido que nuestro progreso es un balbuceo infantil frente a los misterios del Universo y de la vida. El desbarajuste que tenemos aquí abajo, en la Tierra, nos confirma que la ciencia está lejos de ser la panacea que creímos, incapaz de mantener las necesarias correspondencias entre el progreso material y el progreso moral, entre el bienestar físico y esa esquiva paz interior que podríamos llamar felicidad.

Desde la luna, nuestros desencuentros resultan del todo inexplicables. En una de las conferencias que después de aquel viaje dio Neil Armstrong, repitió lo que siglos antes ya había dicho Tomás Moro, que «no hay cosa menos gloriosa que la gloria que los hombres adquieren en las guerras». Pero Armstrong se equivocó al añadir algo que decimos todos, que «las guerras son bestiales, inhumanas». Y se equivocó porque las guerras son una cosa muy humana, exclusivamente humana. Los animales sólo matan por necesidad, para comer. Los humanos matamos por motivos más aleatorios, convencionales y abstractos. Matamos por ideas y desavenencias. Y también matamos porque sí. La violencia gratuita es sólo humana y hace su aparición, paradójicamente, con la libertad y el conocimiento. El mal moral no existe en los animales. Cuando hablamos de violencia en los animales es porque proyectamos en ellos una experiencia específicamente humana. Los criminalistas, psicólogos y psiquiatras se equivocan cuando definen la violencia como una regresión a la animalidad. La violencia del hombre no la supera ningún otro animal. Sólo el hombre es capaz de crear los fanatismos, las inquisiciones o las cámaras de gas de Auschwitz y Dachau. La más sanguinaria de las bestias nunca provocará la devastación que, con sólo apretar un botón, puede originar el hombre.

Si miramos hacia atrás, la historia de la Humanidad es una guerra interminable con periodos de armisticio

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La razón, paradójicamente, nos lleva a la sinrazón, a la irracionalidad. La razón crea monstruos. Sucede cuando utilizamos el entendimiento para afinar nuestra capacidad depredadora, para sofisticar nuestra agresividad. El único freno que tenemos es el miedo que nos damos los unos a los otros con esos almacenes de ojivas nucleares que han creado un eufemístico ‘equilibrio de fuerzas’. El argumento que en tales casos utilizamos es de una simplicidad infantil y aterradora: «si tú me atacas, yo te ataco y nadie sobrevivirá». La cuestión está en saber si esta escalada tiene retroceso. Un autor de ficción, Philip K. Dick plantea una metáfora inquietante: en una de sus novelas, el poder destructivo de los humanos es tal que tienen que refugiarse bajo tierra para sobrevivir a la guerra total desencadenada en la superficie del planeta de la que se encargan sofisticados robots. Pero pasan los años y viendo que el conflicto no cesa, alguien escapa del subsuelo, asoma la nariz como una rata por un agujero y descubre desconcertado que la supuesta guerra nunca ha existido. Los robots de uno y otro bando se han puesto de acuerdo para no destruirse y han estado enviando informes falsos a los hombres, para conseguir que no salieran al exterior y comenzaran de nuevo a tirarse los trastos a la cabeza. El mensaje es desalentador. Nos dice que los hombres vivimos bajo el signo de Marte, que somos incapaces de solventar nuestras diferencias sin darnos estacazos.

Si miramos hacia atrás, la historia de la Humanidad es una guerra interminable, sin solución de continuidad, una guerra continua con periodos de armisticio que sólo han servido para rearmar los arsenales y volver a la guerra. Los periodos de paz han sido treguas. Y consecuentemente, somos maestros en el arte de la guerra, no en vano hemos puesto las mejores mentes al servicio de nuestro afán depredador. Así hemos pasado de la honda al proyectil Polaris con un costo que podría alimentar durante un año a 100.000 personas. Y con lo que cuesta un portaviones podríamos generar la energía que consume durante 20 años una ciudad como Zaragoza. Y con la veinteava parte de lo que se gasta cada año en armamentos se podría solucionar el problema del hambre en el mundo. Me pregunto cuál es ese nuevo Moloch insaciable que exige el sacrificio continuo de vidas humanas. ¿La riqueza? ¿La envidia? ¿El poder? Un hombre quiere mandar en su clan. Otro quiere mandar en su ciudad. Un tercero quiere gobernar un país. Un país quiere dominar a los países del entorno. Y las grandes potencias compiten por tener el dominio absoluto de todo el planeta. Es el viejo sueño del imperio, el sueño de Alejandro y de Napoleón. El nazismo llegó a la locura para conseguirlo. Una aspiración, en todo caso, que no se entiende cuando todas las guerras son finalmente fratricidas. Todas las guerras son guerras civiles. Posiblemente el Moloch que nos domina anide en el corazón de cada hombre y sea ese incomprensible desajuste que tenemos entre la libertad y el entendimiento.

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