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Arte&letras

El animal humano

El animal humano | LITELBUTX

Uno de los argumentos más firmes contra la existencia de un dios creador lo tenemos en que su obra maestra, el ser humano, no pasa de ser una chapuza. Hasta el punto de que se nota demasiado que nuestro primer molde fue de barro. Un verdadero dios, un Dios con mayúsculas y omnisciente, –sabedor de lo que haría con su libertad relativa un ser imperfecto-, hubiera construido criaturas más fiables, menos casquivanas. Y por otra parte, si a ese dios ya se le habían rebelado las criaturas angélicas, siendo más perfectas, ¿cómo iba a salir bien el ‘animal humano’, ese segundo invento de mucho menos fuste? Lo que vengo a decir, en resumidas cuentas, es que tenemos graves defectos de fabricación y que deberíamos exigir a nuestro supuesto Hacedor el Libro de Reclamaciones. Fundir hasta confundir animalidad y humanidad fue una ocurrencia de poco tino o, en otro caso, ganas de jorobar.

Hoy sabemos que, desde el punto de vista biológico, sólo somos una guisa de ‘muñeco animado’ con poca cuerda, que se descompone con facilidad y, en el mejor de los casos, un subproducto casual de la inescrutable actividad de un dios que tal vez pudo inventarnos para matar su aburrimiento. Con la resultante de que nosotros, al darnos cuenta de lo poco que somos, hemos caído en un metafísico desencanto y de ahí que necesitemos distraernos y no queramos preguntarnos quienes somos, qué hacemos aquí y por qué nos pasa lo que nos pasa. Es cierto que durante un tiempo fuimos ingenuamente felices, nos creíamos en el mejor de los mundos y estábamos convencidos de que la Tierra era el centro del Universo y el hombre el ‘rey de la creación’, pero tales ideas se han quedado en el terreno de las creencias y los mitos. La vieja idea antropocéntrica de que todo gira entorno nuestro, de que ocupamos en la Naturaleza el vértice de la pirámide y de que somos la expresión suprema del proceso evolutivo, -es decir, que del mono zote y badulaque dimos el gran salto al ‘mono sabio’ puede que sólo sea un nuevo mito que trata de sustituir, con visos científicos de mayor verosimilitud, el ingenuo y bellísimo cuento genesiaco.

Lo cierto es que cada vez que el hombre se interesa por saber qué lugar ocupa en el Universo, acaba acongojado y humillado. Descubre que no es el ser inefable y único que le dijeron, sino un espécimen tan engreído y estúpido como peligroso. También tenemos entre nosotros, es cierto, héroes y santos, pero son sólo las excepciones que confirman la regla. El hombre común es anodino y transita con más pena que gloria. En alguna ocasión me he preguntado si el animal humano es más animal que humano o más humano que animal. Cabría suponer que la razón y la conciencia –es decir, la inteligencia y el sentido ético- nos humanizan, nos hacen conscientes, capaces de elegir con criterio y responsabilidad, pero está claro que no es así. Todas estas aptitudes y capacidades son sólo instrumentos que con demasiada frecuencia utilizamos mal de forma intencionada, cosa que no pueden hacer los animales. El problema del ser humano es que puede ser inhumano. El animal mata por instinto, sin culpa, por necesidad, sólo para alimentarse. El hombre mata por odio, venganza y fanatismo. Mata con crueldad y ensañamiento. Puede incluso matar porque le divierte y hacerlo en una medida aterradora como vemos en las guerras y en los casos de exterminio y genocidio. Dicho esto, si cometemos la aparente locura de compararnos con los animales, no salimos tan bien parados como cabría imaginar. ¿No son más laboriosas las abejas? ¿Puede el hombre fabricar productos como la jalea real que en el insecto consigue quintuplicar su tiempo de vida? ¿Tiene el hombre la previsión de las hormigas? ¿No es la vista del águila y del halcón mejor que la nuestra? ¿Acaso puede el hombre nadar como el delfín o sumergirse a la profundidad que alcanza la ballena? ¿Es más fiel el hombre con su mujer que el gorila con su compañera? ¿No corre más la gacela que el mejor velocista? ¿Tiene acaso el hombre la belleza del puma o el león? ¿Y no es el asno más resistente y pacífico que el hombre?

Digámoslo sin rodeos: no hay ningún otro animal que esté peor adaptado que el hombre a su entorno. Cuando llega al mundo, la cría humana es tan frágil que si la descuidaran unas horas moriría irremisiblemente. Sufrimos una debilidad congénita que tratamos de disimular, pero que dura hasta el final nuestros días. El hombre necesita, más que los animales, techo y abrigo; pasa más tiempo enfermo que cualquier otro ser; está sujeto a más dolencias y las padece más a menudo; se agota y lesiona con facilidad y su muerte es más horrible que la de los animales que se van sin saber que se van, estoica y silenciosamente. He visto a perros y gatos que, un buen día, ya viejos, dejan de comer, se quedan en un rincón acurrucados y, sin más, se mueren. Casi todos los vertebrados superiores viven más tiempo que nosotros y conservan sus facultades hasta una edad más avanzada. Incluso nuestros primos primates nos sacan ventaja. El orangután, por ejemplo, se aparea a los siete u ocho años, cría una prole de setenta o más hijos y a los ochenta años está tan sano como un hombre de cuarenta y cinco.

Pero no es sólo eso. La verdad es que, como mero mecanismo, si nos comparamos con el salmón o con el estafilococo, somos un auténtico desastre. El ser humano tiene los peores riñones del reino animal, la columna vertebral más frágil, los peores pulmones y el corazón más delicado. El olfato del hombre es peor que el de su chucho y sus ojos ven menos que los de su gato. Y si a pesar de todo ello nos enorgullecemos con la peregrina idea de que estamos hechos ‘a imagen y semejanza de dios’, tenemos que admitir que ese dios deja también mucho que desear.

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