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Arte&letras

Cioran o la sublime desesperación

El escritor rumano huye de todo sistema racional, pero

pretende, paradójicamente, hacer de la quimera un sistema

Cioran o la sublime desesperación

Emil Cioran (1911-1995) se da a conocer a los 22 años con En las cimas de la desesperación y marca la clave que definirá en adelante su pensamiento (su afectividad), porque la línea fronteriza más determinante que nos define es, según él, si tenemos o no esperanza. Habitante convencido de la desesperanza, cuanto más busca, más se hunde; de ello da fe tanto El libro de las quimeras como Ventana a la nada, que corresponden, respectivamente, a sus 25 y a 33 años.

Cioran o la sublime desesperación

Cioran o la sublime desesperación Silverio Sánchez Corredera

«En el extremo de cada deseo, encuentra siempre un nudo corredizo» –según uno de sus acerados aforismos– y convencido de que «la esperanza es la piedra con la que el espíritu se rompe las alas», llega a convertir esta evidencia en un objetivo definitivo de su misión en la vida: «Mi destino es convertirme en un héroe del vacío interior», más cuando siente que «solo habría una cosa de la que podría envanecerme: llegar a ser alguien de quien los poetas pudieran aprender algo». Se refiere a aprender algo estético, no racional, porque «la poesía es, de todas las mentiras que traman los mortales, la que menos miente. Ningún verso ha ofrecido nunca nada a nadie», solo estilo evanescente.

Cioran o la sublime desesperación

Cioran o la sublime desesperación Silverio Sánchez Corredera

Existencialista pesimista, antiintelectualista y cínico nihilista, con todo, por algo quiere apostar aunque sea efímeramente, pues «tiene que existir un espacio de luz interior donde se viva sin vivir y se muera sin morir». Aunque gran admirador de santa Teresa («de ella he aprendido más que de cualquier filósofo»), no apuesta por la religión, que consigue esbozos de solución en el misticismo, aunque es una salida también tramposa. Y por eso mismo encumbra la actitud del autoengaño de Don Quijote, convertida en sublime engaño de amor.

Todo es engaño en un Mundo que no nos pertenece, todo penumbra en el Tiempo que nos desecha, y todo ilusión y sed de vanidad; y aun así, hay fogonazos de luz, éxtasis, erotismo, música: ¡ah! la música de Bach, de Mozart, de Beethoven… abre respiraderos para el espíritu asfixiado entre gente que es rebaño, chusma, mediocridad, ilusionada en naderías... Estos momentos sublimes son engaños menos innobles que tienen interés, los únicos que merecen la pena.

Como el dolor ya no asusta, el suicidio no es una opción. Sufrir se asume como la esencia de lo humano. Por un momento es casi constructivo, con resonancias masoquistas aunque éticas también: «Es mil veces más soportable ser infeliz que sembrar la infelicidad». Sócrates estaría de acuerdo en esto, y en poco más.

Apuesta por vivir, siempre que sea heroicamente. No en clave de santo, que sería la ideal, aunque esta nadie la quiere, porque la santidad consiste en salirse del tiempo y del sufrimiento, vivir en otra realidad. Sin embargo, la cruda realidad tiene algo que atrae: como Unamuno, anhela el infinito y salir de esta agonía.

Habría que volver a rehacer este mundo, creado por error, y liberarnos del creador («¿quién podría decir si Dios mismo está libre de pecar?»), como un Sartre asomado a la trascendencia vertical, pero ni el espíritu, la cultura, la moral y la Historia son de utilidad. Por eso «los escalofríos vitales han de reemplazar a los pensamientos», y «solo nos queda desear morir de éxtasis».

¿Parece quizá que –en tiempos confinados perimetrados y embozados, en el abismo de la inseguridad laboral y vital–, estos desgarros emocionales de desesperación y de juvenil rebeldía contra el Todo pudieran ponerse de moda? Sería de esperar. Sin embargo, creo yo, se hace preciso diferenciar entre fantasías, fantaseos y fantasmadas.

Las fantasías alimentan el fluir del pensamiento y lo hacen brotar con toda su fuerza, y aquí vemos al Cioran que, en efecto, consigue moverse en lo sublime cuando, con Bach, habla de una ascensión en espiral hacia el cielo, con nostalgia del paraíso perdido, mientras que, con Mozart, una ondulación de felicidad nos pone ya en el paraíso.

Los fantaseos, sin embargo, son esas mismas fantasías que no fluyen bien, convertidas ahora en obsesiones, como esa lucha encarnizada a muerte que se trae con el Tiempo. Una temporalidad sustantivada con mayúsculas. ¿Qué pasó en Cioran con su trabajo de licenciatura sobre Bergson (para quien no coinciden el tiempo del reloj y la «duración» o «durée»)? ¿O con sus lecturas, tal vez mal digeridas, sobre Simmel o Heidegger?

Las fantasmadas aparecen en Cioran como estilo emancipado formalmente, florituras sin rigor material, cuando las síntesis de contenido juegan a la ambivalencia sin sentido y a la ambigüedad donde todo vale. Si desde aquí se diera el salto a una duda o vacío localizado…, nada que objetar, pero ¿y si solo es una sutileza alambicada y vacía?

No deja de ser interesante ver, como caso límite, una afectividad que no acierta a entrelazarse con la razón. A cada lector le queda la tarea de diferenciar cuándo los sentidos fluyen y cuándo se congestionan.

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