Todo está en suspenso en el porche de la iglesia de Sant Miquel durante los doce minutos que el santo de las alas sale en procesión. El repiqueteo de las campanas ensordece las conversaciones de los fieles, que se agolpan en los escasos rincones de sombra que respeta el sol del mediodía. «Hace años, cuando era niña, para San Miguel llevaba ya una manguita», comenta Catalina Marí. Hoy luce vestido de manga corta. Con encaje. Y duda constantemente entre usar su abanico de flores moradas para darse aire o para quitarse el molesto sol.

El calor hace de las suyas con quienes portan a las imágenes, que enfilan la cuesta arriba que conduce al templo cuajados de sudor. Las alas de San Miguel no les han protegido de los casi 30 grados que caen a plomo. «San Miguel venció la soberbia de Satanás», ha explicado, hace unos minutos, en el interior de la iglesia, el obispo de las Pitiüses, Vicente Juan Segura, quien también ha destacado que, a diferencia de otros santos, el patrón de Balansat «no fue una persona buena» a la que se santificó, sino «un ángel del cielo» que se enfrentó a Satanás «y a los demás ángeles que se hicieron demonios». El obispo asegura que San Miguel, que en el «pintoresco templo» del pueblo aparece junto a Gabriel y Rafael, no sólo tiene «un poder infinito» contra el diablo sino que, además, se encarga de «conducir» las almas de los fallecidos a su destino.

Los doce minutos de repique de campanas son la señal. Quienes en lugar de por el fresco de la iglesia se han decantado por el fresco del bar pagan la cuenta, dan un último trago a la cerveza, echan mano de la última aceituna y salen a ver la procesión. El pequeño local huele y suena a fiesta. Hay risas. Carcajadas. Retrueno de castanyoles. Y hasta palmas. En él acaba de vestirse uno de los payeses de la Colla de Balansat, para gran regocijo de una pareja de turistas que sofocan el calor con sendas limonadas. El joven da vueltas sobre sí mismo mientras su madre sostiene, bien tenso, el fajín negro que, tras los giros, queda perfectamente ajustado. Los parroquianos, animados por la fiesta y las cervezas, aplauden con ganas mientras los balladors salen a toda prisa hacia la iglesia, a reunirse con el resto de sus compañeros. «Es pequeña y no caben todos», justifica la madre.

Entre los que se suman a la comitiva tras la misa se encuentra Pere Planells, el presidente de la colla, que llega del nuevo local de la agrupación, inaugurado hace poco más de una hora. En el nuevo espacio, un antiguo almacén ubicado detrás de Correos y junto al local social, impartirán cursos de artesanía. «Y luego no tendremos que llevarnos las cosas», ha indicado Planells poco antes de descubrir la placa y de remojar, con copas de cava, la nueva sede, que pretende ser «un punto de encuentro» de la gente de Sant Miquel. Un espacio como el que tendrá, en breve, la Colla de Labritja, promete el alcalde, Toni Marí Carraca, que asegura que ya están mirando «dos o tres posibles locales».

«Hay algo chamánico en esta música», comenta Harriet, turista británica, de Canterbury, sin dejar de grabar a los balladors de Sant Miquel, a quienes enfocan decenas de móviles, entre ellos el del delegado del Gobierno, Ramón Roca, a quien el sol de frente hace fruncir el ceño. El obispo, vestido ya de negro y morado, se abre camino entre la multitud que se agolpa alrededor de la plaza de la iglesia sin esperar al fin de fiesta de orelletes, bunyols, vino y refrescos que los vecinos de Sant Miquel reparten sin apreturas. Muchos aún se relamen los últimos granos de azúcar cuando bajan de la iglesia. En el pueblo, bares y restaurantes empiezan a estar ya llenos. En uno de ellos un camarero advierte a quienes preguntan: «Hoy, bullit de peix. San Miguel, el patrón, dijo que para su día, todos a comer bullit».