Zaira, apoyada en la fachada de la catedral, mira al cielo, que amenaza lluvia. Preocupada. Tan preocupada, que apenas se da cuenta de que es la manola más fotografiada de la tarde. Lleva peineta cubierta con mantilla, pelo bien tirante, chaqueta negra, falda negra, un rosario burdeos con el que juguetea y unas pequeñas bailarinas negras, sin tacón, que denotan su edad: nueve años. «Ya fui el año pasado», afirma, orgullosa dándole un mordisco a un churro que le ha ofrecido Laura, la segunda de las tres manolas que seguirán al Jesús del Gran Poder. «Hay que coger fuerzas», justifica, preocupada por su mantilla: «Le he dado unos golpes en el coche».

Laura, granadina, cuyo marido es costalero, sabe que no acabará la noche con los tacones. «El año pasado a mitad de la cuesta me los quité», indica mientras por la plaza de la catedral, en la que decenas de personas siguen pendientes de los nubarrones, se acerca María Jesús, que sostiene un cirio en su mano enguantada en encaje. «Hace cinco años me operaron de la espalda y prometí que si quedaba bien, saldría cada año», explica antes de refugiarse en el templo de las primeras gotas de agua.

Hay nervios. Carmen, que lleva unas rosas blancas para la Esperanza, teme no poder cumplir su promesa. Su hermano está muy enfermo. Él no es creyente. Pero ella sí. «Que la lluvia no me moje esta promesa, por favor», repite una y otra vez, casi como un mantra. Afuera, la lluvia -«chirimiri», dicen unos; «calabobos», dicen otros- da una tregua y las costaleras de la Esperanza aprovechan para fajarse bien unas a otras. Dan vueltas sobre sí mismas mientras sus compañeras aprietan bien la tela negra. Es lo que hace Rosa María, que lleva cuatro años de costalera, con Gabriela, que se estrena esta noche. Lluvia mediante. Lo hace porque le gusta y «por devoción», lo mismo que Rosa María. Isabel las observa, concentrada. Diez años cargando a la virgen del manto esmeralda la convierten en la veterana. Ella empezó, como casi todos los que salen en procesión, por una promesa. «Acabas destrozada», reconoce. A pesar de los casi tres meses de entreno tres días por semana. Los primeros días, confiesan, con agujetas.

Mirando al cielo

Mirando al cielo

Llueva o no llueva. Salga o no salga. Eso a Paco, legionario, le da igual. Sus chicos (y alguna chica) forman un pasillo en la plaza. Pretende ser, en realidad, un muro humano de contención. Faltan pocos minutos para las ocho, hora de salida de la procesión del Santo Entierro, y los centenares de personas que se agolpan en la plaza no tienen claro que ésta salga. «Si de normal este suelo ya patina, mojado...». «Si llueve se pueden destrozar las imágenes». «Si los mantos se empapan, pesan un quintal». Son algunos de los comentarios que se escuchan en la multitud, por la que las noticias sobre si saldrá o no, vuelan. Hay que esperar media hora. A ver si pasa la nube. Bajo la capa de paraguas, todos esperan que deje de llover.

A las nueve menos veinte, los legionarios mandan firmes. La banda de Nuestro Padre Jesús Cautivo se prepara. Los capuchones negros de sus penitentes salen a la plaza. Sigue lloviendo, pero la imagen, de cerca de media tonelada, se recorta ya en el vano de la entrada de la Catedral. La gente aplaude. Y se hace el silencio. Sólo se escucha el golpe metálico del llamador del paso. Un quejido. Y más aplausos cuando los costaleros echan la rodilla a tierra para que el Jesús Cautivo pase por la puerta. La corona no roza la piedra por unos milímetros. La imagen va a costal, sobre la espalda, por primer año. Es la única que también subió a costal el jueves. «Es más cómodo y duele menos», comenta Vicente Nadal, presidente de la cofradía. Pero duele. El réflex y, «quien pueda pagárselo», el fisioterapeuta, ayudan. «Al día siguiente te duele todo el cuerpo», asegura.

Dos golpes metálicos. La cruz de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder toca hasta en dos ocasiones el arco de la entrada antes de salir. «Vamos a dedicar esta levantá a toda la isla de Ibiza, para que cada día haya más fieles. ¡Al cielo con él», grita el capataz de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, uno de cuyos cofrades lleva los ojos vendados. Otra promesa. «¡Ole!», se escucha entre el público, que se siente aliviado cuando, al pasar el Cristo de la Agonía, los legionarios marchan tras la imagen. Ahora ven los pasos sin tener que buscar con la vista un hueco entre los militares y sus estandartes.

En recuerdo de Miguel

En recuerdo de Miguel

A la luz de más de veinte velas, las lágrimas de la Esperanza relucen más que su corona. «¡No hay nervios! ¡Me los quedo todos yo!», grita el capataz mirando los faldones de terciopelo oscuro bajo los que Rosa María, Gabriela e Isabel emprenden, junto a sus compañeras, su doloroso camino de fe. La Piedad se detiene nada más cruzar el umbral del templo. Los costaleros se preparan. Y la levantan por encima de sus cabezas, lo que les vale un sonoro aplauso. Uno de los cofrades trepa por el paso y coloca un crespón negro en una de las telas que cuelgan de la cruz. Con él tienen presente a Miguel Navarro, un compañero que falleció hace ahora dos meses. La emoción, reforzada por el son de ´La saeta al Cristo de los gitanos´, recorre la plaza.

Con el corazón aún encogido la plaza recibe a Nuestra Señora de los Dolores, cuyo rosario de plata baila sobre las rosas blancas que rodean sus pies. La imagen también baila, mientras enfila la calle Mayor, donde decenas de personas la aguardan, pegadas a la pared y con sus móviles en ristre.

El mismo silencio del principio, cuando todos aguantaban la respiración por la lluvia, rodea la salida del Cristo Yacente y su féretro de cristal, lleno de luz.

Mientras la plaza de la catedral se queda a oscuras y solitaria en la iglesia del Convent los cofrades del Santísimo Cristo del Cementerio se preparan para unirse a la procesión del Santo Entierro. Decenas de capuchinos, de negro y morado, aguardan con sus cirios encendidos. El Ecce Homo sube a recibir al Jesús Cautivo, que, al afrontar la empinada cuesta, hace temer a muchos de los integrantes del público. «¡Nos olvidamos de la música!», les indica el capataz al tiempo que la imagen se empareja con el Cristo del Cementerio. Éste empieza a balancearse al ritmo que marcan los pasos de sus costaleros.

Son casi las diez y media de la noche y miles de personas esperan a lo largo del recorrido. Apenas queda un espacio libre en la bajada de sa Carrossa o en el Patio de Armas. Mucho menos en el Portal de ses Taules. Aún falta más de una hora para que las imágenes hagan su aparición. Pero encontrar un hueco es imposible.