Basta que el obispo, Vicente Juan Segura, entre en la catedral a paso legionario, suba los peldaños del altar y, ya en el púlpito, guarde silencio por unos segundos, para que desaparezca el bullicio y los capirotes y los cirios dejen de oscilar peligrosamente. El obispo impone. Todos firmes, ya ni se oye chistar. Este año ni siquiera tuvo que mentar al demonio para mantener el orden. Eran las ocho de la tarde, hora del comienzo oficial de la procesión del Santo Entierro, y a Juan le bastó con decir «ánimo y adelante» para que la cofradía del Jesús Cautivo se dirigiera, pasito a pasito, al primer gran obstáculo, la puerta del templo.

Los 21 cofrades portaban en andas (de tres filas de siete) los 400 kilos del Cautivo. Este año pesaba algo más porque añadieron dos romanos, con su pilum y escudo, así como varios candelabros. Eso sí, redujeron algo de peso eliminando el antiguo olivo. El capataz Vicente Nadal les pedía «un trabajo elegante, muy elegante»: las nuevas potencias del Cautivo pasaron a escasos centímetros del órgano. Tres toques con el llamador para descansar, otros tres para avisar de que en breve acaba ese respiro y un solo toque para «volar». En siete minutos estaban fuera tras sortear el vano y el escalón de la entrada, uno de los momentos más peliagudos de la procesión, casi más que el arco de ses Taules. Fuera les recibía el clamor y el himno nacional.

Es complicado dar la vuelta a los ocho metros de longitud y 400 kilos de peso del paso del Jesús del Gran Poder, pero el capataz, Juan Bastida, controla con precisión a los 24 cofrades que lo sostienen en andas. Poco a poco giraron 180 grados hasta dar la vuelta, al límite, rozando los bancos, mientras balanceaban ligeramente la imagen. «Cuánto arte tenéis», les animaba Bastida. Ánimos era lo que necesitaban: les esperaba la procesión más larga: la meta era la iglesia del Roser. Una vez consiguieron pasar las potencias de Jesús del Gran Poder, llegó el momento más complicado. Para atravesar el arco de piedra de la entrada de la catedral se tuvieron que poner en cuclillas para no dañar uno de los extremos de la cruz. Solo nueve pasitos les separaban entonces de la gloria y los aplausos.

«Vamos al cielo»

«Vamos al cielo»

«Cuidado con el escalón», avisaba el capataz del Santo Cristo de la Agonía, Pepe Marchena. Sus 20 costaleros atravesaron en un suspiro ese obstáculo, sin danzar ni mecer sus 600 kilos. Ellos solo andan la marcha. Sin balanceo, cada uno con el costal firme a la altura del puente entre las cejas; y el morcillo, sobre la primera vértebra. Cuando lo pasaron, milagrosamente sin tocar los laterales con la cruz, Marchena les pidió un último esfuerzo: «Vamos al cielo con él». Y por el empujón que dieron, más allá.

De las 18 mujeres que llevaron el doble varal (con estructura de hierro) del paso granadino de la Virgen de la Esperanza, un par iban descalzas. Este año estrenaban un estandarte de la banda, bordado y con escudo, así como dos marchas procesionarias propias: para el Santo Cristo de la Agonía, 'Agonía en Santa Cruz'; para La Esperanza (llevada a la catedral el jueves en el Rosario de la Aurora), 'Muerte y Soledad'. Alberto López, su capataz, evitó que la corona de la virgen arañara la puerta al pedir, en el momento propicio, que se agacharan levemente. Dos pasos más y ya eran recibidas por los aplausos del gentío que se agolpaba en la plaza.

Bajo la dirección de los hermanos José Antonio y Jordi Jiménez, 18 cofrades sacaron en varal los 440 kilos del paso de La Piedad. Mientras en el interior del templo retumbaban los tambores que tocaban en la plaza, la cofradía de Nuestra Señora de la Piedad llevaba a pulso (y con un suave balanceo) la imagen hasta salir al exterior. Y allí, un nuevo esfuerzo antes de iniciar el descenso hasta la Marina. A la voz de «al cielo con ella», los cofrades extendieron sus brazos para sostener el varal en alto durante unos segundos.

El obispo, mientras, asistía al desarrollo de la procesión desde el balcón de la segunda planta del Palacio Episcopal. Permaneció allí sentado hasta que poco antes de las nueve les tocó el turno a los últimos, la cofradía de Nuestra Señora de los Dolores, con una imagen de unos 300 kilos de peso portada por 12 hombres en varal guiados por el capataz Mariano Tur, y la cofradía del Santo Cristo Yacente, portado a hombros por 20 personas dirigidas por Mercedes Escandell, que lleva dos décadas como capataz. Cuando le tocó el turno al Cristo Yacente, había un silencio sepulcral en el templo, ya casi vacío. Antes de iniciar la procesión, el canónigo Pedro Miguel López se dirigió a estos cofrades para animarlos y rezar un padre nuestro con ellos. Mercedes Escandell los guió con un micrófono inalámbrico, casi con susurros.

En Santo Domingo les esperaban otros dos pasos. El del Eccehomo (llevado por 12 mujeres en varal bajo el mando de la capataz Paquita Coll) aguardó en paralelo al templo, mientras el del Santísimo Cristo del Cementerio salió con destreza de la iglesia tras sortear sus dos escalones y, con una rapidez increíble, los 16 hombres que lo sostenían (al mando del capataz Xico Tur ) subieron en un santiamén la pendiente hasta la plaza del Ayuntamiento, donde aguardaron a que pasase el Jesús del Gran Poder. Luego vivirían otro de los momentos peliagudos: el Portal de ses Taules. «Pasa por milímetros, lo hacemos muy poco a poco, a pulso y mirando hacia arriba. Si estornudas, tocas», contaba un cofrade del Santísimo Cristo. Incluso se tienen que meter dentro del varal para caber por los lados.

Más abajo les aguardaban miles de personas. Sin respeto, muchas se ponían en medio de la calle para hacerse selfies mientras los cofrades sufrían para doblar con sus pasos por el estrecho Patio de Armas, para atravesar el angosto Portal de ses Taules o para no resbalar en el empedrado. En dos horas, el primer paso, el del Cautivo, alcanzó el Mercat Vell. A los dos últimos aún les quedaban tres horas para, desde la Marina, regresar de nuevo a la catedral.