Carmen llora. Graba con su móvil a Jesús Ángel Ramos Mateos cargando 35 kilos de cruz por la última cuesta del Puig de Missa y llora. Carmen es de Extremadura -«nuestra Semana Santa es buenísima»- y ha visto más de un vía crucis en el anfiteatro romano de Mérida -«de noche, es impresionante»- pero nunca viviente, y las caídas de Jesús Ángel, los latigazos que recibe, el sudor que le corre por las mejillas y el cuello y las manos agarrotadas por el peso le han hecho saltar las lágrimas. No es la única. Por las mejillas de varias mujeres resbalan las lágrimas.

Una de ellas es Paqui Mateos, la madre de Jesús. «Sufro», confiesa. A su lado, Andrés Ramos, presidente de la banda de cornetas y tambores de Santa Eulària, organizador del vía crucis y padre de Jesús Ángel, asiente. Él también lo pasa mal. Sobre todo en el momento de la crucifixión. «No es real, pero...», comenta sin quitar ojo a la subida a la iglesia. Cada vez que el público grita, suspira, aplaude o, sobrecogido, enmudece, Andrés no puede esconder su satisfacción. Son 38 los actores que dan vida a la pasión de Cristo, cinco más que el año pasado. Este año casi no han podido ensayar, Jesús Ángel se está sacando la tarjeta de transporte y lleva meses estudiando todas las noches: «Y a pesar de eso apenas tengo que guiarlos».

La promesa de la Verónica

La promesa de la Verónica

A quienes sí tiene que indicar, de vez en cuando, que se aparten es a algunos de los centenares de personas que asisten a la procesión y que se abalanzan sobre los actores con sus móviles para hacerles fotos y grabarles. Ellos aguantan, imperturbables. Escuchan las lecturas del párroco de Santa Eulària, Vicent Ribas, y del vicario, José Alexander, mientras decenas de cámaras se disparan sobre sus caras, sus cascos, su corona de espinas, sus lanzas, sus pies desnudos sobre el asfalto ardiente.

Es el caso de Paqui, que desde hace cinco años interpreta a la Verónica (la mujer que enjuga el sudor y la sangre de Cristo con un paño en el que se queda estampado su rostro). Hizo una promesa. Y desde entonces arrastra las plantas de sus pies desde el simulado monte de los Olivos, donde empieza el Calvario (y donde el párroco anima a comprobar si los árboles tienen xylella), hasta el interior del templo de Santa Eulària, que el público abarrota para asistir,emocionado, a la resurrección de Jesús, que revive en el altar, envuelto en una nube de humo.

Sólo los más rápidos asisten a este momento. Los que han ocupado tiempo antes los bancos de la iglesia. La mayoría de quienes esperan a ver la crucifixión en la plaza, tienen que resignarse a imaginar el renacimiento de Cristo.

En la plaza, pasadas las once de la mañana, apenas cabe un alma. Los músicos de la Agrupación Musical Nuestro Señor Cautivo que acompañan el vía crucis tienen que hacerse hueco para ocupar su lugar en la explanada, donde se agolpan ya centenares de personas y que preside una gran cruz. Andrés pide por favor a turistas y residentes que dejen un espacio para que pasen los actores. Cuesta. Ni los impresionantes centuriones romanos con sus lanzas y sus corazas les convencen. Jesús, Juan, María... consiguen embutirse en la plaza.

Jesús de pie, esperando su muerte. El verdugo, sudoroso y con cara de pocos amigos, a su lado, con los clavos y el martillo ya preparados. Los romanos, junto a la cruz tumbada, lista para la crucifixión. Una mujer se acerca al protagonista con una botella de agua. Le moja los labios. Jesús bebe. «¿Por qué aguantas este sufrimiento cada año? ¿Y a vosotros? ¿Os gusta ver a la gente sufriendo?», grita mientras actores y público la miran estupefactos. Tras unos primeros instantes de sorpresa, algunos de los asistentes la animan a abandonar el espacio. Se marcha, pero sus gritos se escuchan aún durante unos segundos.

Toñi y su saeta

Toñi y su saeta

La mayoría de las decenas de móviles y cámaras que se alzan sobre la multitud enfocan en ese momento la cara de la Virgen María, descompuesta y sollozante mientras contempla el final de su hijo. Cómo le clavan aún más la corona de espinas. Cómo lo despojan de sus sangrantes ropas, dejando al aire su espalda llena de marcas de latigazos. Cómo lo conducen a empellones a la cruz. Cómo el verdugo clava sus manos en las aspas mientras se retuerce con cada martillazo. Cómo pide agua y un romano desalmado le acerca un trapo empapado en vinagre.

Parece mentira, pero a pesar de los cientos de personas que se hacinan en la plaza, en ésta impera un silencio ensordecedor que rompe con fuerza la voz de Toñi, peluquera, que entona una saeta mirando fijamente a Jesús colgado en la cruz. Los turistas que se encuentran en ese momento en el Puig de Missa escuchan con atención. Eso no se lo esperaban.

Y entonces, Jesús Ángel, que no ha alzado la voz más que para gemir y gritar como respuesta a los latigazos, habla. Se dirige a su padre, al que pide se lo lleve con él. Y a su madre María y a su discípulo Juan, antes de desplomarse. Sentadas en el muro, con los pies colgando, una madre y una hija se abrazan, emocionadas. María llora desconsolada y se abraza a los pies de su hijo, al que los romanos clavan una lanza para asegurar su fallecimiento y descuelgan de la cruz. Exponen su cuerpo, magullado y casi desnudo, mientras dos mujeres recogen y besan los clavos que hasta hace unos segundos atravesaban sus manos.

Mientras los romanos envuelven el cuerpo de Jesús en una sábana, el público se apresura a ir de la plaza al templo en un intento vano de conseguir un sitio desde el que contemplar la resurrección, un momento que sirve de consuelo a Andrés y Paqui, que llevan más de dos horas viendo sufrir a su hijo.