A finales de marzo el Ejército rojo se desmoronó. El 28 cae Madrid; el 29 Cuenca, Albacete Ciudad Real, Jaén, Almería y Murcia; el 30, Valencia y Alicante, y el 31 Cartagena. Los estudiantes del instituto íbamos de Tedeum en Tedeum y de manifestación en manifestación. Ya no quedaba nada que caer, así es que el 1 de abril Franco pudo anunciar que había concluido la guerra y llegado la victoria: «En el dia de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, han alcanzado las tropas Nacionales sus últimos objetivos militares. La Guerra ha terminado. Burgos 1º. de Abril de 1939. Año de la Victoria el Generalísimo, Franco».

Quien no haya vivido una guerra y sobre todo una guerra tan definida y fratricida como la nuestra, es absolutamente incapaz de concebir la alegría, el entusiasmo, el contento, el júbilo, el delirio con que se recibe su fin: la paz. Se acabaron las presurosas acudidas al refugio cada vez que sonaban las campanas; se acabó el temblar cuando se oía o veía un avión; se terminaron los intranquilos duermevelas, con las zapatillas ordenadas al pie de la cama para salir pitando al menor sobresalto; finalizó la continua preocupación de que regresaran los milicianos asesinos que huyeron el 13 de septiembre de 1936. ¡Había llegado la paz! ¡Se había conseguido la victoria!

En cuanto llegué a Ibiza para acudir al instituto me enteré de la noticia. Naturalmente, no hubo clases, y lo primero que pensé fue en regresar a casa para transmitir la buena nueva a mi familia. Compré el Diario de Ibiza del día, en el que venía bien reflejada y, corriendo más que andando, emprendí mi particular tornaviaje. Creo que ni Eucles cuando llevó a Atenas noticia de la victoria en Maratón, ni Filípides cuando marchó a Esparta para solicitar combatientes, corrieron tanto como yo, camino de Cas Felius. Cuando llegué y les informé cumplidamente, mi abuela hizo llamar a los mayorales para darles el notición. Al saberlo también se alegraron en extremo. Mi abuela dispuso que debiéramos dar gracias a Dios por ello y rezáramos unos padrenuestros y avemarías que ella dirigió.

Todo había cambiado. Una suerte de optimismo impreciso, de alegría vacua pero efervescente, expectante, invadía el ambiente hasta casi materializarse. Cuando al día siguiente, de buena y primaveral mañana emprendí la marcha a Vila por el camino viejo de San Mateo ya no era todo lo mismo. Si aparecía un avión en el cielo ya no sería preciso que me refugiara en Can Malalt, Can Jordi o Cas Ferró buscando amparo de gente amiga; si me cruzaba con otro caminante, tenía que transmitirle el inmenso regocijo, aunque fuera simplemente con la claridad y sonoridad de mi saludo y el uso de alguna fórmula mas solemne: aquel día empleé sólo el tradicional y arcaico alabat siga Déu, amèn per sempre me respondían. Al llegar al Instituto me encontré conque entre profesores y compañeros predominaba un clima, no solo de satisfacción sino de verdadera exaltación patriótica. Aquel día no hubo clase sino misa de acción de gracias. Las campanas de las iglesias volvieron a sonar; ya sólo los perros acudían veloces al refugio por reflejo condicionado. Los falangistas pretendían en cierta forma monopolizar la Victoria. Las arengas y peroratas que nos lanzaba un tal Nicolau, mallorquín, encargado, al parecer, de adoctrinar a la juventud escolar, con su uniforme al estilo fascista de bota alta reluciente, camisa azul y flechas, no encontraron mucho eco en nuestro curso donde abundaban los carlistas y los simplemente franquistas. Pero todos estábamos completamente convencidos de que el verdadero artífice de la victoria había sido el Ejército de Franco. Días después se celebró un peculiar desfile de la Victoria con algunas carrozas conmemorativas. Recuerdo en especial a una que evocaba el asedio del Alcázar de Toledo en el que salían fuegos de artificio del propio alcázar, simulando fuego bélico, que me impresionó. Acudí con la familia al expresado desfile, aunque aún seguíamos viviendo en el campo.

Pasados los festejos con los que se celebró la victoria, la vida reemprendió su cotidianidad. De momento no bajamos a la ciudad. Se siguió el curso académico, aunque con la llegada del buen tiempo menudearon las escapadas a s´Aranyet -la cercana tentación- en las horas libres de clase o cuando hacíamos novillos. Como no teníamos trajes de baño, nos bañábamos desnudos; allí descubrí, viendo a compañeros de más edad, que también los hombres tenían pelo en pudorosas partes del cuerpo, aunque me pareció de lo más innecesario. Asimismo, algunos días soleados y dado que estudiábamos Botánica, el profesor Roig Binimeli nos llevaba al Soto para herborizar. Recogíamos plantas, allí tan abundantes y peculiares y sobre cualquiera de ellas nos daba una lección magistral, deteniéndose en particular en sus flores de las que pormenorizaba su estudio, haciéndonos recoger algunas para que las conserváramos prensadas en nuestros libros, al modo que hacen las monjas en sus misales.