´Ciudadano Kane´, la mítica película de Orson Welles en la que se recreaba sin tapujos la vida del magnate estadounidense William Randolph Hearst, concluía con una impresionante secuencia en la que se podían ver toneladas de cajas en un inmenso almacén: innumerables tesoros acumulados por el multimillonario a lo largo de su vida en su mansión de ´Xanadú´. En la vida real, muchas de esas cajas estarían llenas de riquezas artísticas españolas, pues Hearst, el hombre que fue capaz de sacarse una guerra contra España de la manga gracias a su poder como gigante de la prensa, dedicó parte de su inmensa fortuna a hacerse con buena parte del legado artístico español. De ese cataclismo cultural da buena cuenta el libro ´La destrucción del patrimonio artístico español´, obra minuciosa y exhaustiva de José Miguel Merino de Cáceres y María José Martínez Ruiz.

La historia empieza por el final: «En la mañana del 14 de agosto de 1951 fallecía en su residencia de Beverly Hills William Randolph Hearst, uno de los mayores magnates de la comunicación del siglo XX y uno de los más febriles coleccionistas de arte de todos los tiempos, si bien su leyenda ya había sido forjada. A decir verdad, de algún modo el personaje había expirado diez años atrás; ocurrió en la gran pantalla gracias a la irreverente creación de un joven cineasta, Orson Welles, quien imaginó para él un final no muy distinto al que el destino le tenía deparado; entonces ocurrió bajo otro nombre: Charles Foster Kane, personaje llamado a ser tan conocido o más que su álter ego al otro lado de la pantalla». Hearst fue el mayor comprador de arte español de su tiempo, «un comprador compulsivo que, a través de turbias maniobras», vulneró todo tipo de obstáculos legales para «satisfacer su insaciable apetito como coleccionista».

La realidad superó con creces la ficción. «No fue tan solo su espectacular residencia californiana en San Simeón, ´Hearst Castle´, la que sirvió de inspiración a ´Xanadú´, y la única que hoy, convertida en museo, pervive como testimonio de la megalomanía de su creador, sino que fueron, además, otras tantas propiedades: su apartamento neoyorquino de Clarendon, un quíntuplex en la zona más selecta de la ciudad; the "Beach House", la mansión en la playa de Santa Mónica que construyó para su amante Marion Davies; el castillo galés de Saint Donat; el palacete en Long Island que compró para su esposa Millicent: ´Sands Point´; la finca rural heredada de su madre y reedificada y decorada por él: ´Wyntoon´; residencias que durante años se transformaron en contenedores de cuantas antigüedades fue capaz de adquirir por todo el mundo, principalmente en Europa. A todo ello se sumaron diversos almacenes repartidos entre Nueva York y San Francisco».

El ritmo de sus adquisiciones fue tal «que llegó a acaparar durante años el mercado de antigüedades en EE UU. Con todo lo que coleccionó no sólo se llenaron diez museos; en realidad, aparte de San Simeón, superan la decena los espacios públicos y colecciones particulares que han heredado piezas que en otro tiempo formaron parte de tan vasto repertorio privado». Los efectos del Crack de 1929 minaron el imperio.

La década de los cuarenta «vio alumbrar algunas de las mayores almonedas de antigüedades del siglo XX: las ventas de la colección Hearst.

Fue el tiempo de la dispersión de cientos de obras de arte».

Respecto a España, recuerdan los autores, Hearst fue «uno de los principales responsables del despojo artístico que experimentó el país durante las primeras décadas del siglo XX». Sin embargo, aunque «podría ser estimado como un gran depredador de arte foráneo que se aprovechó de la ignorancia de los propietarios de las obras de arte», lo cierto es que «no fue así, pues contó con grandes facilidades, al menos en nuestro país, lo cual permitiría reconsiderar dicha apreciación». Todos, comprador y vendedores, hicieron «negocio» a su manera.

Hearst «contó con excelentes condiciones para propiciar una especie de rapiña artística. Tuvo a su favor, además, la sagacidad de uno de los grandes marchantes clandestinos de arte de aquellos años, como fue Arthur Byne, dispuesto a mover cuantos hilos fueran precisos para satisfacer sus apetencias. Puede decirse que se produjo una comunión perfecta entre los intereses de un gran depredador de la historia europea y sus obras de arte y una sociedad dispuesta a rentabilizar todo aquello que apenas parecía interesar a unos cuantos millonarios y comerciantes extranjeros. Además, avalaron con dólares sus deseos, y ésta fue una poderosísima razón para complacerlos».

En una época en la que «resultaba viable desmantelar conjuntos artísticos de muy diversa naturaleza, incluso monasterios enteros, con el fin de ser trasladados a la residencia del mejor postor en el floreciente mercado de antigüedades estadounidense, Hearst orquestó a golpe de talonario, eligiendo prácticamente por catálogo, algunas de las operaciones de despojo artístico más controvertidas de aquellos años, transacciones célebres hoy día por los notables vacíos que han legado al catálogo de nuestro patrimonio. A él debemos la compra y exportación del monasterio de Sacramenia -hoy en Miami- y del de Ovila -perdido en California-; de la reja de la Catedral de Valladolid -actualmente en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York-; de decenas de artesonados, piezas relevantes de mobiliario de los siglos XVI y XVII, valiosísimos tapices, como los paños flamencos procedentes de la Catedral de Palencia o de Toledo; de restos de fortalezas -como los procedentes de Benavente-, etcétera, Gustó del arte español, especialmente de la época de tránsito entre los siglos XV y XVI, y supo servirse de él para erigir el fastuoso complejo de San Simeón».