Antes de que el cemento redujera en el puerto el espejo del agua, se dragaran los fondos y se crearan nuevos puntos de atraque en el poniente de la dársena interior, -espacio que va desde el codo donde hoy tenemos la estatua del pescador hasta el Club Náutico que ha sobrevivido-, todo el lateral de la bahía que reseguía la carretera de Sant Joan carecía de muelles y sus aguas someras fueron durante muchos años un insólito cementerio marino. Allí se amarraban las embarcaciones desahuciadas, faluchos, barcas de pesca, gabarras de la Salinera y motoveleros. Aquellos barcos abandonados que los chavales asaltábamos para pescar con caña y flotador desde sus cubiertas me intrigaba y tuvieron explicación en lo que un pescador le dijo a mi padre que era entonces carabinero.

Por lo visto, antiguamente, los barcos de pesca o cabotaje que se retiraban del servicio se remolcaban mar adentro y se les abría una vía de agua -penoso honor que a golpe de hacha asumía su patrón- para que se hundiera. Aquel naufragio forzado que presenciaba su tripulación desde la barca que había hecho el arrastre suponía una difícil despedida, cosa lógica cuando el barco había sido su segunda casa. Y tan sentido era el adiós que a más de uno se le escapaba un lagrimón que trataba de disimular.

Digna jubilación

Tal vez para evitar aquella desazón y posteriores remordimientos, se cambió la costumbre de hundirlos y a los barcos viejos se les dio una más digna jubilación en el abrigo que proporcionaba el poniente de la bahía. Allí permanecían hasta que, devorados por el sol y la mar, se hundían en el fango y desaparecían. Pero pudo haber también otro motivo para olvidar los hundimientos. Se decía que, en el silencio de las atardecidas y madrugadas, cuando las barcas se hacían a la mar o regresaban al puerto, mientras navegaban sobre aquellos forzados naufragios, no lejos del Botafoc y en el levante de els Malvins, se oían crujidos y voces que, como lamentos, procedían de los barcos hundidos.

La historia parece fruto de la imaginación, pero lo cierto es que los mismos pescadores que aseguraban haber oído tales ayes confirmaban que dejaron de oírlos cuando se suprimieron aquellos naufragios.

Un segundo relato con tintes sobrenaturales lo oí de un marinero en el bar Garroves. Hablaba del foc de Sant Elm, fosforescencia pavorosa que se tenía por fuego del infierno, pero que luego he sabido que es un fenómeno antiguo que ya describe Plinio con todo lujo de detalles. Según parece, tan extraña luminiscencia se entablaba en los palos, circunstancia que paralizaba todo movimiento en las cubiertas porque se creía que era un espíritu marino al que era peligroso importunar. Convenía dejar la nave al pairo como aconsejaba un viejo refrán, hasta que la fantasmagórica visión desaparecía: «mestaler vermell, lliga el timonell».

Y eso era lo que se hacía: se fijaba el timón con una soga y la tripulación quedaba quieta y a verlas venir, en absoluto silencio, hasta que el misterioso fenómeno se diluía. En otro caso, si el llum de Sant Elm descendía a la cubierta, el naufragio estaba cantado. A partir de aquí, no es extraño que las gentes del mar tengan por patrón a Sant Elm, santo con el que conviene agraciarse. Y también explica que la parroquia de la Marina esté precisamente dedicada al santo.

Y si eran estas las historias que se explicaban para matar el tiempo en los bares y cafetines de los Andenes, no eran menos curiosas las supersticiones de marineros y pescadores. A bordo de una embarcación, por ejemplo, no convenía llevar sacerdotes, mujeres o gatos. Y mientras se navegaba era llamar al mal tiempo cortarse las uñas o el pelo, hecho que explica que entre los pescadores abundaran las barbas. También se creía que era muy peligroso hacerse a la mar los días de Sant Cristòfol y Tots Sants. Otra relatoria -en este caso de los eulalienses- afirma que en las aguas de la Punta de l´Església Vella, templo que se hundió hace algunos años, se oyen sus campanas que avisan del peligro de escollos a los navegantes. También sorprende la visión poco amable que los pescadores y marineros tienen de la mar, a la que ven como un monstruo dormido que ignora los límites de su fuerza y el poder de sus tempestades. El mar -dice un pescador- cree que con sus temporales está jugando y que nos acaricia cuando nos ahoga.