Aunque este fragmento de un poema del danés Rasmussen, autor acostumbrado a describir los paisajes de la tundra y las profundidades abisales, se refiere al ojo de una foca, es como si describiera la sensación de asomarse a la Pedrera de Cala d’Hort desde el acantilado que sostiene la Torre des Savinar. Este precipicio, de más de doscientos metros de altitud, te sostiene por encima del planear de gaviotas y cernícalos, y sobre la orilla recortada de la Atlántida pitiusa, tal y como la definen los ignorantes de la historia.

La vieja cantera no emergió del fondo del mar a consecuencia de un terremoto, arrastrando los cimientos de una civilización perdida. Su costa recortada y las lagunas de color esmeralda que se forman entre escalones de marès constituyen el legado de los canteros de las murallas de Ibiza. Hasta tan recóndito enclave descendían a diario, en el siglo XVI, para tallar los afilados sillares que hoy conforman las aristas de los baluartes de la fortaleza renacentista.

Desde el despeñadero anexo a la torre, la cantera se avista como un castillo de juguete y la profundidad del mar que la envuelve se intuye tan densa y oscura como los mares vikingos de Rasmussen. Por inconcebible que resulte, los bloques de sa Pedrera acabaron efectivamente sosteniendo las murallas, pero desde arriba parece que fuera la torre la que se los hurtó, para erigirse en la más recóndita y elevada atalaya de cuantas vigilaban la aparición de filibusteros en la costa de Ibiza. Como el positivo que contempla a su negativo desde las alturas.

18 torres

18 torresExiste un mapa turco de 1521 -más que probable herramienta de trabajo de corsarios otomanos-, que precisa la existencia de 18 torres de vigilancia en la costa ibicenca. Sobre las ruinas de algunas de ellas se construyó, en el siglo XVIII, la cadena de fortificaciones que aún perdura. Es el caso, muy probablemente y a tenor de las ruinas a sus pies, de este baluarte del Puig des Savinar o des Cap des Jueu, según a quien se pregunte. Blasco Ibáñez, en su novela ‘Los muertos mandan’ (1908), lo rebautizó como «torre del pirata», apelativo que por su sonso nete épico es hoy por hoy el más recurrente.

Cuesta alcanzar la torre. Desde la era des Mataret, última parada para los viajeros aquejados de vértigo o faltos de iniciativa, hay que afrontar un duro ascenso por la resbaladiza pendiente des Cap des Jueu. Entre pinos, sabinas, romeros y matas discurre un tortuoso sendero que probablemente esbozaron los sufridos constructores de este refugio cónico. Cuán penosa se intuye la tortura de acarrear sillares de piedra viva y otros materiales imprescindibles para erigir este refugio de tres plantas, en una ladera tan pronunciada que tiende más a la vertical que a la horizontal. Por eso, es la única que dispone de una rampa de acceso de piedra que conduce directamente a la primera planta. En las demás, se empleaba una escalera de cuerda o de madera. Desde esta estancia, una escalinata interior, adherida al grueso muro en talud, asciende hasta la azotea, que se atraviesa mediante una trampilla.

Arriba, con los islotes de es Vedrà y es Vedranell, y el absoluto silencio que reina, únicamente interrumpido por los susurros de la naturaleza y tal vez el petardeo de un lejano llaüt, Ibiza parece una isla de otros tiempos; aquellos en los que aún había vigías, aliados y enemigos, y no existía el riesgo de confundirlos.