Cuando hace algunos años se me presentó la ocasión de visitar la provincia de Jaén, hice el viaje por compromiso, casi obligado. Era una región que me parecía anodina y en la que nada llamaba mi atención. Tal vez por aquella mala predisposición o ignorancia, el lugar me sorprendió y me sedujo. Topé con un paisaje fascinante, imposible de imaginar para quien no lo conoce. Incluso algunos compañeros de viaje que estaban avisados de la singularidad jaenesa vieron superadas sus expectativas al descubrir algo que a todos nos desconcertó: el protagonismo absoluto del olivo.

Yo conocía los extensos olivares de Ulldecona en Tarragona, los centenarios olivos de la sierra de Tramontana en Mallorca y los que se cultivan con mimo en la Toscana, en la Provenza y también en Marruecos, pero después de ver los olivares de Jaén que sólo conocía por los versos de Miguel Hernández,-«andaluces de Jaén, / aceituneros altivos, / decidme en el alma ¿quién, / quien levantó esos olivos?»-, supe que no existe ningún otro lugar que ofrezca la prodigiosa marea olivar que ininterrumpidamente cubre, como los pinos en Ibiza, colinas y valles. Con la particularidad de que los olivos de Jaén no se parecen en nada a los nuestros. Corresponden a cultivos de rendimiento intensivo y se ven, como milites de un ejército, estrictamente alineados en interminables paralelas que se pierden en el horizonte.

Individualidad del olivo ibicenco

Todo lo dicho viene a cuento para diferenciar el paisaje del olivar jaenés y el que, muy distinto, nos dan nuestros olivos. Porque en el primer caso lo que cuenta visualmente es la extensión, la totalidad, el conjunto del olivar, mientras que en Ibiza prima la individualidad de cada árbol. Entre los más viejos, los hay que incluso tienen nombre. A nosotros nos importa su nobleza, su envejecimiento, su caprichoso desarrollo, su singularidad, el hecho de que, sin poda ni tala, crece casi inmortal, anclado en un mundo ya desaparecido de dioses y mitos.

Cuando veo los monumentales olivos de Peralta y me pregunto por su origen, ninguna explicación me parece mejor que la que nos da Narcís Comadira. Dice el poeta que de los dos árboles que Jehová plantó en el Edén, el Árbol de la Vida y el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, sólo tenemos noticia de este último que pudo ser manzano, higuera o sicomoro. Del Árbol de la Vida no se dice nada, pero es muy probable que fuera un olivo, árbol poderoso y casi incorruptible, de madera perfumada, hojas plateadas y con una constelación de frutos negros como el azabache que parecen prefigurar el universo y que nos dan el milagroso jugo dorado del aceite que ha sido medicina, combustible en los candiles y alimento.

Que el olivo estuviera en el Edén parece probarlo el hecho de que, tras el Diluvio Universal, una paloma voló al Arca con un brote de olivo para significar la alianza de Dios con el hombre, el final del terror y la muerte, la continuidad de la vida. ¿De dónde pudo sacar Jehová aquel brote de olivo sino del Edén, único lugar incontaminado que no cubrieron las aguas? Es una explicación imaginativa.

Como la que dice en el mundo griego que el olivo fue un regalo de Zeus y Atenea. Yo prefiero pensar, dioses al margen, que los olivos fueron, hace muchos siglos, creación del hombre, del payés que a partir de los amargos e indigestos frutos del acebuche, todo hueso, consiguió, a través de un laborioso trabajo de selección, injertos y paciencia, que aquellos drupas minúsculas y secas mutaran hasta convertirse en carnosas y jugosas aceitunas.

Es el proceso que explica un payés mallorquín, amo hoy de Son Bauzà: «Contràriament a altres arbres, plantant una llavor d´oliva neix sempre un ullastre, no una olivera; però si es pren una pua d´ullastre vigorós i s´empelta en un altre, tres anys després l´arbre farà fruits grans i carnosos. I si l´empeltador repeteix l´operació a la branca primitiva amb una pua del novell, transcorreguts tres anys més, l´ullastre esdevindrà una verdadera olivera i farà olives a punt per a ser premsades en una tafona».

Origen profano

Según esta versión, nuestros viejos olivos tendrían un origen profano y no sacro como quiere el mito. Es una versión creíble. Y tiene el valor añadido de que el olivo sería un impagable ejemplo -como corrección del acebuche- de la complicidad del hombre y la naturaleza. Una naturaleza terca, sin embargo, como demuestra la tendencia del árbol, si no se cuida, a degenerar y recuperar su condición asilvestrada.

En cualquier caso, aunque el olivo sea un árbol de origen decididamente humanizado, ¿hay algo más humano que soñar dioses y mitos cuando vivimos en el misterio de una realidad que estamos lejos de entender? Estas y otras inútiles divagaciones son las que, en ocasiones, me tienen entretenido a la sombra de un viejo olivo de Peralta.