Hubo un tiempo en que buena parte de las comunicaciones entre Ibiza, Mallorca y la península dependían de la estación telegráfica de Porroig. Un cable submarino, que en algunos tramos descendía hasta los 800 metros de profundidad, unía las sesenta millas náuticas que separan Jávea de esta pequeña cala pitiusa. El cable ascendía desde la orilla hasta la casilla y, a partir de ahí, mediante una línea de 14 kilómetros de longitud sostenida por postes, se derivaba a la Oficina de Telégrafos de la capital, junto a la sede consistorial del convento de los dominicos, que en 1915 se trasladó a Vara de Rey.

Hoy, con un smartphone en la mano que nos comunica instantáneamente con el mundo entero, resulta inverosímil barruntar sobre la importancia de aquella vetusta estación. A su lado, en la explanada, aparcan los coches de los pescadores y las docenas de turistas que utilizan la cala como puerto de embarque a los lujosos yates que saturan la extensa bahía. La erosión incesante de sus anclas y cadenas prácticamente no ha dejado una planta marina viva.

La playa, repleta de varaderos -algunos reconvertidos en auténticos chalets-, es de agua cristalina y grava fina. Nunca acumula demasiada gente en la orilla. Sin embargo, en julio y agosto experimenta el mismo trasiego incesante que la recepción de un hotel, con viajeros que van y vienen de las fastuosas naves a bordo de esquifes auxiliares. A veces les acompañan marineros uniformados, que les tienden la mano a la hora de desembarcar en los rústicos muelles de castigado hormigón y les sirven de porteadores con las maletas. Eso cuando no arrastran enormes sacos de basura con los restos del festín de la víspera hasta los contenedores aledaños a la vieja estación.

En un estado lamentable

En un estado lamentableEl lamentable estado de la casilla impide rememorar la elevada calificación que antaño disfrutaba como estratégica infraestructura de telecomunicaciones. Aguarda completamente arruinada, con el techo ausente, sin medianeras, puertas o ventanas; ni tan siquiera marcos. Los pocos muros exteriores que medio resisten, erigidos con bloques macizos de marès engarzados con mortero de cal, esperan igual de carcomidos que un queso Gruyère al infausto día en que por fin se hundan hasta los cimientos.

Entonces, alguien pedirá un permiso de reforma y construirá un chalet estratosférico como los que se arraciman sobre la Punta des Tonaires que cierra la bahía por el sur. Sus piscinas siembran los precipicios de humedades, provocando derrumbes sobre los modestos varaderos, y algunos disponen de escaleras privadas que serpentean por el acantilado hasta los escollos y la calita de sa Penya Roja. Como en Cala Xarraca y ese hotel de lujo que está transformando las ruinas de un modesto alojamiento en un mastodonte inconcebible en este siglo XXI.

Qué lejos queda ese Porroig de la infancia, cuando recolectábamos espardenyes a puñados en medio de la bahía para destriparlas y preparar cebo para los sargos, sin tener la más remota idea de estar desperdiciando un manjar de dioses. En el fondo de Porroig yace nuestra inocencia y, en parte, también la de la isla.

Estación telegráfica desde 1980

Estación telegráfica desde 1980El telégrafo llegó a Ibiza en 1860, décadas antes que el teléfono. El primer cable unió Jávea con Cala Vedella y el segundo, esta misma localidad alicantina con Cala Molí, ya en 1871. La línea atravesaba toda la isla, puesto que desde la capital seguía hacia Sant Vicent y continuaba, nuevamente bajo el mar, hasta Mallorca. En la orilla de sa Cala, de igual forma que en Cala Vedella y Porroig, existía una estación telegráfica. El tercer cable de la isla llegó a Porroig en 1890 y permaneció en funcionamiento hasta que fue cortado en el transcurso de la Guerra Civil. Durante muchos años representó la única comunicación con la península y, después de la avería, los telegramas solo llegaron por vía inversa; es decir, a través de la línea Barcelona-Menorca-Mallorca-Cala de Sant Vicent.