El padre Alberto y el padre Ramiro, frailes de Sant Elm, me descubrieron el sexo. Con el aliciente de lo prohibido. Porque en la misma medida en que nos repetían en la catequesis que la lujuria era un pecado gravísimo y un pasaje seguro hacia el Infierno, nuestra curiosidad aumentaba. Nada resultaba más incitante que sus admoniciones y que nos descubrieran con elipsis, medias palabras y rodeos, el enigma trinitario de mundo, demonio y carne. Con tácita complicidad, los frailes daban por sentado -y no era cierto- que ya teníamos noticia del ´vicio de Onán´. El caso es que, para darle a su prédica fundamento, nos explicaban que, como recoge el Génesis, Yavéh castigó con la muerte a Onán, hijo de Judá y nieto de Jacob, por practicar el onanismo. Sólo por el contexto de la plática adivinamos de qué iba la cosa que, por cierto, nos interesó especialmente porque ya teníamos empinamientos inesperados y desconcertantes. Y lo que hicimos fue buscar ´onanismo´ en el Espasa que traducía la palabra como «vicio solitario que procura goce carnal». La cosa prometía. Pero la definición no daba detalles y durante unos días nos quedamos a medias.

Del limbo salí por un compañero de catequesis, hijo también de la Benemérita y que, como yo, vivía en el Cuartel de Azara. Digamos que su nombre era Manolo, que su madre le llamaba Manolín y que para nosotros, sus amigos, era Manolón por su corpulencia. Pescozudo y con cuello de toro, Manolón era un chicarrón un tanto bruto y precoz que nos ganaba las peleas, soltaba tacos a mansalva y hacía gala de morbosos conocimientos.Ilustrados por Manolón

Ilustrados por el aventajado Manolón, algunos de los que estábamos siendo catequizados entramos en el intríngulis del llamado ´vicio solitario´, no en vano nuestro amigo no se cansaba de darle a la manivela. Nos convenció de que los frailes nos engañaban al decirnos que el niño vicioso acababa tísico, con pústulas en la cara y no crecía. La prueba irrefutable era él mismo, que, siendo de nuestra misma edad, nos sacaba en altura la cabeza.

Manolón se masturbaba sentado en su pupitre en el aula de don Ernesto, detrás de la bodega que había en el Parque, cuando salíamos al recreo y en la cuadra del Cuartel, refugio en el que nos impartió una lección magistral: «Para que la cosa funcione, -nos decía- lo mejor es liberar el capuchón para que asome la minga. ¡Hasta que no rompáis el frenillo, no seréis hombres hechos y derechos!». Aquello del ´frenillo´ lo entendí mejor que mis amigos, porque yo no lo tenía.

El metge Blaiet me lo había cortado por higiene y a raíz de inocentes toqueteos que me irritaban los bajos y que, como me decían en casa, era una feísima costumbre. Yo tenía, por tanto, ventaja sobre mis compañeros, aunque por vergüenza les oculté mi secreto. Y me reía del miedo que mis amigos tenían a despellejarse y que, con la ´cosa´ alterada, sus padres y los frailes descubrieran que eran grandes pecadores.

La masturbación se convirtió durante mucho tiempo en un asunto central de nuestras vidas, además de un motivo de desosiego y desconcierto. No entendíamos que un ejercicio tan festivo y saludable fuese pecado, cuando parecía del todo conveniente y tan natural como bostezar, estornudar o rascarse. Cosa distinta, cabe reconocerlo, eran algunas otras iniciativas de Manolón que, en ocasiones, daba inequívocas señales fetichistas. Lo digo, por ejemplo, por el empeño que ponía en que espiáramos el escaparate de La Rosa, mercería vecina que en la calle del Obispo Cardona ocupaba un pequeño local en el edificio almagre de Campos que hoy conocemos como Cas Saboner.

Allí, sobre un fondo carmesí, Manolón nos enseñaba un fascinante muestrario, color carne, de bragas, sujetadores, camisones, fajas de ballesta y demás lencería femenina que en ocasiones vestía un maniquí de medio cuerpo, busto prominente, cabello oxigenado a lo garçón, ojos de vidrio y una sonrisa congelada de cartón. No sé las veces que pasamos frente al escaparate de la mercería para ver, disimulando, la atractiva exposición.

Aquellas y algunas otras epifanías, sobre todo cinematográficas, nos sacaron definitivamente de la infancia. Porque al vicio solitario el predicador añadía el manoseo -él decía ´caricias´- , la fornicación, la sodomía y todo lo que englobaba la concupiscencia. Un manual que era catón de predicadores y arrasaba aquellos años en España era el de un afamado jesuita americano, el padre Kelly.

Un párrafo del librito nos descubre el contexto que, en relación al sexo, teníamos entonces los adolescentes: «Muchas situaciones aparentemente banales son un peligro grave para la castidad porque pueden estimular el apetito carnal. Es el caso de libros, revistas, películas, bailes, determinadas amistades y el estudio de la anatomía y la fisiología. Todo ello puede afectar al sistema nervioso generador y llevar al joven al placer venéreo, al sexo solitario o compartido. Afortunadamente, la naturaleza le ganó la batalla a los frailes.