De existir esas corrientes telúricas cuyos misterios ridiculizaba Umberto Eco en ´El péndulo de Foucault´, uno de los ombligos del mundo aguardaría oculto bajo el asfalto en una curva situada en el punto kilométrico 24,600 de la carretera de Portinatx. Allí, en tiempos megalíticos, los antiguos druidas habrían instalado menhires y los templarios de la edad media una ermita de planta octogonal.

Hoy, en todo caso, ese enclave sigue proyectando una fuerza insalvable que se adueña de la voluntad de todo el que circula por allí y, por prisa que tenga, le obliga a detener el coche en el arcén, sortear el quitamiedos y asomarse desde el acantilado a la bahía de Xarraca. Únicamente los vecinos de los alrededores, tal vez por sobreexposición, son inmunes al hechizo.

Los agnósticos definirían el fenómeno como el inevitable magnetismo de la belleza, a pesar de sus imperfecciones. No importan los chalets que se han apropiado de los acantilados de la izquierda, incluida una enorme torre de piedra. Tampoco la desnudez de la punta de Xarracó, en el frente más lejano, a causa del grave incendio que asoló la costa norte de Ibiza en 2011.

Este cabo cierra la bahía por el lado de poniente y tan solo luce sobre el espinazo un ramillete de matorrales y pinos raquíticos. La vista únicamente se concentra en la luminosidad del mar más cercano, donde fondos arenosos de color turquesa conviven con plataformas lisas de roca que prácticamente rozan la superficie.

Oscuridad abisal

Oscuridad abisalEl centro de la bahía lo ocupa s´Illot des Remolí, peñasco cuesta abajo frente a la playa central, la del chiringuito. Al estar rodeado de posidonia, el mar proyecta aquí una falsa oscuridad abisal. Los bañistas más expeditivos bracean hasta él y, si son hábiles y no les inquieta andar sobre su superficie irregular y puntiaguda, pueden escalar hasta la planicie inclinada de su cumbre y tumbarse al sol encima de la piedra cálida. Hasta que el cuerpo se seca y vuelve a escocer el calor.

La playa principal no es demasiado extensa, unos 75 metros a lo sumo, y se encuentra al pie de un pequeño precipicio de color óxido. Aquí si lo corona un tupido pinar que milagrosamente escapó de la quema. La orilla es de arena y piedras, como la entrada al mar, y aun así suele estar llena. Más allá de las rocas que la flanquean a ambos lados, aguardan sendos rincones abruptos con un puñado de casetas varaderos. Suelen ocuparlos nudistas, que se conforman con territorios menos confortables pero solitarios y privados. El rincón de la derecha, sobre el que observa el conductor reconvertido en improvisado voyeur, es sumamente atractivo, aunque hasta él descienden las escaleras privadas de los chalets.

Como toda bahía idílica que se precie, Cala Xarraca también posee su playa escondida. Para encontrarla hay que seguir un sendero terroso, atravesado por raíces, que sortea matas y sabinas sin despegarse del acantilado. Pronto se avista un rincón minúsculo, sin apenas orilla, donde se alinean media decena de varaderos, salvaguardados por una punta rocosa de tres o cuatro metros de altura que cierra la bahía por el lado de oriente. Es tan estrecha que tiene forma de aguijón y la concavidad de su eje vertical permite a los bañistas escalar hasta su cumbre mediante unas cuerdas anudadas, para zambullirse una y otra vez. En Cala Xarraca, definitivamente, aguarda uno de los ombligos del mundo.