Las falsas rosas de los vientos, rosas radiales, de seis o de ocho puntas, y los jarrones con flores son los elementos más repetidos en la decoración de los tambores que usan los sonadors de las Pitiusas. Son motivos que a menudo también pueden encontrarse en otros objetos como cajas o ruecas. Pero no son exclusivos de los tambores de las islas, según destaca el experto en cultura popular Toni Manonelles, que desmitifica supuestas singularidades de los instrumentos propios del folclore pitiuso y asegura que estos motivos decorativos también pueden encontrarse «en Centroeuropa, Escandinavia y en todas partes».

Al igual que el propio tambor, que, dejando a un lado teorías más románticas y menos lógicas, llegó a las islas desde el Norte y con la conquista catalana. La única particularidad que podría atribuirse a un elemento hoy tan característico del folclore ibicenco es que, si bien en otras latitudes se usan otras maderas, el auténtico tambor pitiuso, su cuerpo, es habitualmente de pino Pinus halepensis, probablemente por ser la materia prima más fácil de hallar.

Paciencia y habilidad

Paciencia y habilidadY se construye, según el método tradicional, vaciando el pedazo de tronco escogido, lo que requiere paciencia y habilidad para que no se rompa. «Haces el tambor demasiado grueso y pierdes vacío para sonar y tienes un espacio perdido; en cambio, si lo haces demasiado delgado, se rompe y se deforma, por lo que tienes que buscar justo el límite entre una cosa y la otra con el fin de optimizar el proceso de fabricación y, naturalmente, el sonido». Así sintetizaba Manonelles la cuestión primordial de la construcción en las V Jornades de Cultura Popular pitiusas, organizadas por la Federació de Colles de Ball i Cultura Popular pitiusa. Los tambores mallorquines, sin embargo, no están hechos de una sola pieza (excepto los más antiguos) sino de una chapa de madera de almez (lledoner), mucho más flexible que el pino.

Además, cada sonador solía fabricarse su propio tambor, a diferencia de lo que ocurre con las flautas, que requieren una mayor especialización. «La gente tenía bastante maña y era más partidaria de fabricar aquello que podía hacer ella misma antes que comprarlo», resalta el experto. A pesar de su relativa sencillez, un tambor es mucho más que un trozo de tronco vaciado y cubierto con una piel, ya que tiene al menos otros siete elementos imprescindibles para definir su sonido, como el brunyidor, la clàvia, el vergueró o els estrenyedors y cordelles. Y todos requieren cierta pericia y materiales diversos, entre los que habitualmente se incluían el cáñamo, la adelfa o la pitrera (se empezó a utilizar cuando esta planta, Agave americana, se introdujo en las islas). Y se usaba cal, a menudo con ceniza, para preparar las pieles.

Un tambor es un instrumento que suele tener unos veinte centímetros de diámetro y es inseparable de la flauta cuando lo usan los sonadors, tradicionalmente hombres, aunque suena solo si lo utiliza un cantador. Es una pieza muy asociada al folclore de las islas a pesar de que su uso, en construcciones muy similares, está muy extendido en la Península y el resto de Europa.

En la actualidad, los tambores han evolucionado a otro tipo de decoración, más allá de los elementales motivos vegetales y geométricos, con tonalidades únicas, que se pintaban en los instrumentos más antiguos, igual que tornos y brocas sustituyeron a gubias y otras herramientas para el vaciado del tronco. A finales del siglo XIX ya se usaban algunas calcomanías y empezaron a decorarse instrumentos con recortes de madera con los que se hacían ya dibujos grabados. También a finales del XIX se usaron ya latas, láminas de acero recicladas de recipientes de bebida, que, dispuestas alrededor de la madera, le dan, según destaca Toni Manonelles, un acabado especial.