A José Miguel Likona, de 54 años, le trasplantaron un riñón en septiembre de 1992. Tenía apenas 29 años, se había casado hacía poco, el 14 de abril, y llevaba cinco meses de diálisis cuando llegó el riñón que le permitió volver a normalizar su vida. Lo explica minutos después de haber acabado la última de las tres sesiones de hemodiálisis de la semana, el viernes, en el Hospital Can Misses.

Hace algo más de dos años que el riñón empezó a fallarle y tuvo que volver a empezar con la diálisis. Sabe que su calidad de vida mejoraría con un segundo trasplante de riñón, pero de momento no está en la lista de espera. Para poder someterse a esa intervención necesita que su corazón mejore un poco. «No va a ser a corto plazo», comenta.

Likona, que forma parte de la Asociación para la Lucha contra las Enfermedades del Riñón (Alcer), recuerda que el día que le llamaron del Hospital 12 de octubre para decirle que había un posible donante estuvo a punto de rechazarlo. Tenía en proyecto la venta de una empresa y no le parecía el momento más apropiado. Cuando se lo dijo a su mujer, ésta poco menos que se llevó las manos a la cabeza y le hizo llamar de nuevo para decir que sí, explica Likona con una sonrisa. El trasplante le cambió la vida. «Puedes disfrutar mucho más», afirma. Y eso que él siempre ha llevado «muy bien» la diálisis. Antes de su primer trasplante, recuerda, vivía en Madrid, iba a trabajar con normalidad y acudía al hospital a las sesiones con una moto «que pesaba 200 kilos». Son incontables las veces que le dijeron que no lo hiciera, que le podía pasar algo si le daba un mareo. «Nunca me pasó nada», indica. Ahora, aunque han pasado más de dos décadas, su cuerpo sigue reaccionando bien a la diálisis. Hace una hora y media de un arte marcial «suave» cada día e intenta que no le limite mucho. En octubre, en el puente de la Hispanidad, se fue cuatro días al País Vasco. Y en Navidad estuvo en Toledo. Asegura que se trata de organizarse, de pedir las sesiones en los lugares a los que viaja y de que toda la transmisión de información se haga correctamente. «Es normal que haya miedo cuando sales de tu entorno. En un viaje pueden surgir imprevistos, dependemos de la máquina y hay riesgos», reconoce. «Pero se puede viajar a toda Europa», indica.

Libros, series y siesta

En esta segunda ocasión, optó, en un primer momento, por la diálisis peritoneal, pero tuvo que dejarlo hace unos meses por una infección que no había manera de mejorar. Ahora acude tres días a la semana (lunes, miércoles y viernes) a las sesiones de hemodiálisis. Duran cuatro horas. A veces ve series en el móvil. A veces intenta leer. Es un gran lector, de hecho sale de la sala con un libro sobre la historia de Roma -«me apasiona la historia»-, pero en las sesiones le cuesta. Y de vez en cuando, incluso, se echa una siesta. Likona, que confía en mejorar su salud cardiaca para que le puedan trasplantar un riñón, pide al hospital que mejore la calidad de la comida que les dan tras las sesiones de diálisis: un bocadillo reblandecido por el papel de film y que «sólo huele» a jamón. Él, confiesa, lleva su propio embutido para añadírselo. «Para que sepa a algo», apunta.

Isidor Torres, quien fuera alcalde de Formentera, ha sido trasplantado tres veces. De riñón. De la última de ellas se cumplieron el pasado domingo, día 14 de enero, tres años. Confía en no necesitar ninguno más. Asegura que fue «fenomenal», pero reconoce que el cuerpo, a los 63 años que tenía entonces, no responde igual que en 1986, cuando le hicieron el primero y tenía 34 años.

Sus problemas renales comenzaron una tarde de 1975. Estaba en la escuela del Cap de Barbaria y sintió un mareo «muy fuerte». Fue al médico y le dijo que la tensión estaba un poco alta. Poco después, tras varias infecciones urinarias, demasiadas, le recomendó que visitara al urólogo. Fue a Mallorca, donde ya le adelantaron que tenía por delante un «futuro complicado» con «problemas renales importantes». Como no se quedó convencido, buscó otra opinión médica en Barcelona que, además de aclararle bastante las cosas, le advirtió de que necesitaría diálisis y un trasplante a corto o medio plazo y que iban a intentar alargar ese tiempo lo máximo posible. Eso fue hasta «el 83 o el 84», cuando comenzó con las sesiones en la Policlínica. «Eran unas máquinas con filtros de carbono», recuerda Torres, también integrante de Alcer. Pasaba varias horas enganchado a la máquina y las sesiones no le sentaban muy bien. Sentía vómitos. Y calambres. «Te permitían seguir viviendo, pero ya está», apunta. La diálisis le impedía llevar una vida «normalizada». El trasplante cambió por completo su día a día. Le permitió recuperar el ritmo habitual y sintió un «bienestar» del que ya casi se había olvidado. «Todo el cuerpo se recupera», indica.

Dos trasplantes más

Ese primer trasplante se lo hicieron en Barcelona en la Clínica Bellvitge, en 1986. Confiesa que antes de la operación sintió «respeto» ya que la técnica, en España, era relativamente nueva (el primer trasplante renal en el país se hizo en 1965). El bienestar le duró poco. En 1989 ese riñón empezó a fallarle y tuvo que volver a hacer diálisis. En esta ocasión, sin embargo, decidió hacerla en casa, una opción que le ofreció el Hospital Clínic de Barcelona. Para ello su mujer tuvo que recibir formación. Instalaron la máquina en casa y regularmente recibía los filtros, los sueros y todo lo necesario para depurar la sangre. «Tener la diálisis en casa me permitía organizarme mejor», recuerda sobre aquella época, que se prolongó hasta 1996, cuando le hicieron el segundo trasplante en ese mismo hospital. «Ése sí que funcionó perfectamente, tan bien, que me permitió dedicarme de lleno y con normalidad a la política», apunta.

Confiesa que no se esperaba que le tuvieran que hacer un tercer trasplante. «Los enfermos renales somos conscientes de que tenemos un camino muy largo, nada recto y lleno de subidas y bajadas con dificultades», indica Torres.

No se lo esperaba, pero 18 años después, ese riñón que tan bien le había ido, comenzó a fallarle. Y tuvo que volver a diálisis. En esa ocasión, no la hizo en casa, sino en el Hospital Can Misses, a donde se desplazaba tres días por semana. Esa tercera vez , sabiendo lo que supone la diálisis y conociendo bien la diferencia entre eso y tener un riñón funcional, se le hizo más cuesta arriba. Eso sí, acudía «sabiendo que si todo iba bien», en un tiempo podrían hacerle un tercer trasplante. En esa ocasión no tuvo que esperar a que hubiera una donación de una persona fallecida. La donante fue su hermana, Maria, que era compatible. Fue un trasplante en vivo. Los años, insiste, se notan. El riñón funciona, pero se ha quedado «más sensible» y que los constipados, a veces, se le complican y se convierten en neumonías, señala Torres, que destaca que sin la donación altruista de las familias no habría podido dejar la diálisis y mejorar su calidad de vida. Recuerda que una donación puede salvar muchas vidas de gente que está a la espera no sólo de un riñón, sino de un corazón, un pulmón o un hígado. Destaca, además, que es un acto que se multiplica, ya que cada persona que recibe un órgano conciencia sobre la donación a todos los que tiene a su alrededor. «Donar órganos es dar vida», indica.