Marta Anguita aún no ha acabado de explicar cómo su exmarido intentó asesinarla la mañana del 1 de noviembre de 2000, cuando la atropelló y la degolló mientras iba a por churros, y una de las alumnas de cuarto de Secundaria del instituto Sa Blanca Dona abandona la biblioteca. Sale, nerviosa, sollozando, incapaz de soportar más la detallada descripción de aquella mañana. Dos de las profesoras se miran. Que esto ocurriera era una posibilidad que se les había pasado por la cabeza.

Mientras la alumna, acompañada de una docente, se sobrepone fuera de la sala, otros 99 estudiantes continúan absorbidos por la pantalla, en la que se proyecta 'La maleta de Marta'. En el documental, dirigido por Günter Schwaiger, Marta explica que llevaba 23 años con su marido, que el día en que éste, un año y medio después de separarse, la embistió con el coche, supo que era él porque vio la matrícula; que, tirada en el suelo y con las piernas rotas, vio cómo se le acercaba con un cuchillo, que cogió la hoja con las manos porque pensó que mejor las manos que el cuello, que él, desesperado por su resistencia, se puso detrás y, entonces sí, le rebanó el cuello sin, por suerte, dañarle la carótida. «Esto es muy heavy», se escucha en la penumbra de la sala.

Francisco Palacios, de Amnistía Internacional (entidad que llevó el caso de Marta Anguita) en Ibiza, ha advertido antes de que se apagaran las luces de que «quizás» en algunos momento el documental les parecería pesado. Pero no. Los adolescentes aguantan la hora y media. Concentrados. En silencio. Con los ojos y los oídos muy abiertos. De vez en cuando sacuden la cabeza. A uno se le escapa un «¡hostia!» cuando la protagonista explica con antinatural naturalidad que es consciente de que su exmarido, fuera ya de prisión, sigue queriendo acabar con su vida.

El documental acaba. Las luces de la biblioteca se encienden. La puerta se abre. Los estudiantes giran la cabeza. Tras unos segundos de silencio, rompen en un sincero aplauso. Marta Anguita, esa mujer que les ha revuelto con su historia, a la que han visto explicar todos los detalles de su «infierno» sin ningún pudor y cuyas lágrimas han entendido, acaba de entrar en la biblioteca. «¡Guapa! ¡Guapa!», le gritan, piropo que ella recoge con una sonrisa tan grande como las cicatrices que le dejó el cuchillo aquella mañana en la que se suponía que todo debía acabar y, sin embargo, fue el principio de todo.

Marta abre los brazos. «Estoy aquí para que me preguntéis lo que queráis», les anima. «Si alguien tiene alguna consulta más personal, estaré luego fuera para quien quiera», apunta, paseando la mirada por los estudiantes, esperando las preguntas. Son muchas, pero cuesta que salgan. «Espero que lo hayáis entendido todo bien...», indica Marta, intentando que alguno se anime y aprovechando para presentar al director del documental, que prefiere quedarse al final de la sala.

El miedo

Con mucha timidez una de las alumnas se atreve a preguntarle si, después de aquello, ha podido volver a tener pareja. «Cuesta recuperar la confianza, ha sido muy lento y con ayuda psiquiátrica, pero sí, tengo una relación», contesta. Otra se interesa por sus hijas y la protagonista de la mañana aprovecha para señalar que la sociedad no es justa, para recordar que no tuvo apoyo de su familia, para explicar que una de sus hijas tiene pareja y la otra está preparando oposiciones y para recordarles a las adolescentes que ellas tienen el poder de tomar sus propias decisiones. Le preguntan qué sintió al saber que su casi verdugo salía de la cárcel. Y reconoce que sintió miedo porque «muchas cosas no se superan», pero que ha aprendido a que ese miedo no la domine.

Lo de salir adelante sin la familia despierta la curiosidad de otra estudiante: «Familia te toca la que te toca. La suya era tóxica. Y la mía también. El apoyo de la familia es fundamental, yo no tuve esa suerte. Me encontré en una silla de ruedas, con dos niñas de 12 y 15 años, una pierna y un brazo escayolados y sola». Insisten con sus hijas, con la relación con su padre: «Yo les expliqué mi versión. Delante de ellas siempre me refiero a él como 'su padre', no por respeto a él, sino por respeto a mis hijas, porque no quiero hacerles daño». Una frase que despierta el aplauso espontáneo de los adolescentes, que le preguntan entonces por qué se animó a contar su historia en un documental. Marta Anguita afirma que, aunque les pidió permiso a sus hijas -«es también su vida»- no se lo pensó nada antes de aceptar la propuesta de Amnistía Internacional y Schwaiger. Quería dar a conocer su caso, que sucedió antes de que se aprobara la Ley de Violencia de Género. Aunque en 2003 tenía la invalidez total por las secuelas de la agresión, en 2009 aún seguía esperando que le pagaran la indemnización. Anguita denuncia que a pesar de ser la víctima es ella la que ha tenido que esconderse: «Hay que controlar al agresor, no a la víctima. Creen que te están protegiendo y es lo peor que te puede pasar. He tenido que ir a por el pan con dos guardias civiles».

La pregunta de una alumna no puede ser más clara: «¿Cómo empezó?». Anguita sonríe. Suspira. «El maltrato empieza poco a poco. Y te cuesta aceptarlo porque al principio estás enamorada y vives en los mundos de Yupi. No sé decir en qué momento empezó», confiesa Anguita, que define los malos tratos como «una telaraña que te va atrapando». En su caso, recuerda, esa telaraña la llevó a una ambulancia en la que mientras se desangraba escuchaba a los sanitarios decir «se muere, se muere, se muere». Ella, incluso en ese momento, recuerda a los adolescentes, lo tenía claro: «Yo no me muero, yo no me muero, yo no me muero».

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