El principal beneficio que sentimos al practicar mindfulness, aseguran los expertos, es que poco a poco dejamos de identificarnos con nuestros pensamientos. Solo de esa manera es posible cuestionar las creencias y juicios que habitualmente dominan nuestra realidad y nos llevan a vivir encerrados en una ilusión mental. El resultado es una sorprendente apertura a lo que es real: una celebración de la vida.

La práctica de mindfulness (un término que ha sido traducido al español como atención plena) está basada en el sencillo hábito de «darse cuenta» de lo que estamos percibiendo en el presente, sin emitir juicios. No requiere destreza sino consciencia, por lo que está al alcance de todos. Sin embargo esta disciplina milenaria -cuyas raíces se remontan a la meditación budista- aporta beneficios extraordinarios.

Cuando empezamos a prestar atención a los contenidos de nuestra consciencia momento a momento, por medio de la atención plena, se pone en evidencia la trampa mental en la que vivimos sumidos: no nos percatamos de que son precisamente nuestras creencias y juicios los que generan y perpetúan los conflictos que tanto estrés nos producen. Es la mente pensante la que crea nuestros supuestos problemas, de los que además quiere librarse a toda costa. Se trata de un pez que se muerde la cola y nos sume en el estrés y en el sufrimiento.

Este esfuerzo -que nuestro pensamiento ejecuta porque se cree capaz de controlar la vida- no solo nos agota y desconecta del cuerpo, sino que además resulta en gran medida inútil: cada vez que rechazamos lo real, o que lo valoramos como algo que hay que cambiar, estamos huyendo a una ficción que solo es mental, que no existe ahora. Esto nos impide apreciar y disfrutar lo que sí existe, el regalo de la vida. Nuestras ideas sobre quiénes somos, y especialmente sobre cómo debería ser la realidad, nos impiden atender lo que tenemos delante, lo que la vida nos está dando ahora.

Nuestros mecanismos mentales suelen ser inconscientes, y el simple hecho de darnos cuenta de los engaños a los que nos someten abre una inmensa puerta a la felicidad consciente. Pero para dejar de aferrarnos a un pensamiento, primero es necesario interiorizar que no somos ese pensamiento.... Resulta más fácil darse cuenta de esto por medio de la práctica que asimilarlo de manera teórica, por eso el mindfulness es ante todo experiencial.

La meditación aporta mucha luz en este sentido, y nos ayuda a no creer en todas esas valoraciones personales que parecen tener validez en el momento en que surgen. Cuando aprendemos a dejar que los pensamientos pasen de largo, y a dirigir la atención a lo que estamos percibiendo en el presente, se produce un alivio y alegría inexplicables. De hecho, los mejores departamentos de neurociencia del mundo han demostrado que esta práctica transforma nuestras conexiones sinápticas y aminora las regiones cerebrales ligadas al miedo, convirtiéndonos en personas menos reactivas, más serenas y alegres.

¿Pero es posible vivir sin esfuerzo? La progresiva desidentificación del pensamiento que aporta esta práctica nos permite darnos cuenta de que la vida se desenvuelve momento a momento sin la intervención del «yo». Y al hacernos conscientes de esto, sobreviene una maravillosa confianza: la vida no depende de nuestros pensamientos, funciona por medio de una inteligencia consciente muy superior a la del «yo». No hay más que centrar la atención en el prodigio que es nuestro organismo para percatarse: no somos el control mental que pretende dominarnos a costa de nuestra salud y felicidad.

No somos nuestros pensamientos, insisten los sabios budistas. Cuando avanzamos en la práctica, si el ruido mental deja espacio al silencio, se vuelve posible detectar ese «darse cuenta» que es permanente en nosotros. La presencia o consciencia que en realidad somos no cambia, aunque cambien sus contenidos. Y este «darse cuenta» inmutable es el que arroja luz en nuestras vidas. Todo ello sucede sin la intervención de los pensamientos: el mindfulness no da frutos por medio del esfuerzo. Requiere de entrega y confianza, pero ésta sobreviene por medio de la intuición real que adquirimos al meditar, no es forzada.

«Darse cuenta»

La fe creciente que se despierta mediante la práctica está fundamentada en una experiencia real, no es una creencia ni una idea. Se basa -precisamente- en ese «darse cuenta» que atisbamos cuando nos sentamos a meditar, a veces con más claridad que otras. Y aunque es una práctica muy sencilla, existen muchos malentendidos al respecto, sobre todo entre los principiantes. Lo habitual es que el esfuerzo y los juicios hagan mella cuando comenzamos a meditar, por lo que no está de más apuntarse a un curso de iniciación. Los pensamientos no van a cesar porque libremos una batalla, basta con darse cuenta de que están ahí.

El mindfulness no está basado en el esfuerzo, insisto: requiere de la desidentificación progresiva que trae la práctica continuada, ya que difícilmente conseguiremos acabar con el pensamiento por medio del pensamiento. Hasta que esa desindentificación no empieza a germinar en nosotros, no brota la confianza que cuestiona a ese «yo» que tomábamos por cierto. ¿Las claves de esta transformación? Aceptación, hábito y consciencia.