Jean Pierre Marimon fue pionero en una Ibiza donde no había una gran cultura sobre el cuidado de los caballos. Ni siquiera había un herrador profesional. «Antes se llevaba el caballo a una herrería y el herrero hacia lo que podía», explica este francés «de papeles» y de educación criado en Cerbère, frontera francesa de Portbou.

Militar de la Marina francesa comenzó a montar a caballo en sus días libres, que por aquel entonces eran muchos. De ahí nació una pasión que, con el tiempo, se convirtió en su oficio, una «adicción» -dice-­ que ya nunca abandonó. «Es un trabajo que te llena completamente, estás todo el día pensando en los caballos».

Un día, a principios de los 70, vino con un amigo a Ibiza y le atrapó. «Aquí montaba a caballo, enseñaba a montar a los jóvenes, organizaba excursiones y exhibiciones, participaba en carreras…». En fin, un poco de todo lo que se podía hacer entorno a los equinos. ¡Y claro! también tenía que herrarlos. «Lo hacía como podía, de mala forma, sin ningún conocimiento. Con el tiempo me di cuenta de las barbaridades que hice», rememora.

Consciente de la necesidad, estuvo dos años en Francia, aprendiendo el oficio de herrador con uno de los mejores profesionales de la época. Cuando acabó la formación su maestro le ofreció quedarse con él, era un buen trabajo y una oportunidad tentadora. «El problema fue que después de haber vivido en Ibiza unos años, no quería quedarme en Francia, en un sitio que está todo el día nublado», explica en animada charla sentado en el comedor de su casa.Herrador ambulante en Ibiza

Así que de vuelta a la isla emprendió un trabajo hasta aquel entonces inédito. Una furgoneta, una fragua de propano, un yunque y, sobre todo, mucha habilidad fueron las herramientas que le lanzaron a convertirse en un herrador ambulante. En aquel momento cuenta que «fue una auténtica novedad. Nunca se había visto que un hombre solo pudiera herrar un caballo y menos a domicilio».

Poco a poco se fue haciendo con una clientela, que al principio costó, no por falta de trabajo sino porque antaño los payeses no estaban acostumbrados a sus exigencias, que no eran muchas, sólo dos: puntualidad y limpieza. Recuerda que le llamaba mucho la atención que los caballos estuvieran sucios. «En eso se diferenciaban de los extranjeros que los tenían impolutos. Un extranjero jamás montaría un caballo sucio. Era otra cultura, que aquí todavía no existía».

Aquella época fue dura. Según cuenta ni siquiera había veterinarios que supieran de caballos, así que muchas veces tenía que curar él mismo a los ejemplares que caían enfermos o se hacían una herida. Eso sí, «cuando venía de vacaciones algún veterinario, entre los payeses y yo no le dejábamos casi ni descansar», añade.

Junto al choque cultural, Jean Pierre Marimon destaca que lo más complicado de su oficio es «tener ojo». Ya que explica que «las herraduras no se miden y no se pesan, así que la experiencia es el único truco que hay para que el caballo esté confortable». Además de ganarse la confianza de los animales, tuvo que forjarse el respeto de los payeses y extranjeros, algo un poco más complicado en el primer caso.

Con el tiempo prácticamente no había nadie del mundo de los equinos en Ibiza y Formentera que no le conociera. Allí donde había un caballo, fuera una finca o una cuadra, allí estaba él cada 6 semanas con sus herramientas. «He trabajado con todo el mundo y he enseñado a montar a casi todos los que rondan los cuarenta años», asegura.

Y así fue su vida profesional, siempre alrededor del caballo, «no te lo puedes sacar de la cabeza». Con 70 años, se jubiló hace cinco. «Es necesario tener mucha fuerza física y ya me notaba cansado», dice casi disculpándose. Ahora, ya no monta, pero junto a su mujer, Ángela, cuida a diario de su caballo que ya tiene 30 años.