La playa de Cala Salada está hasta los topes «desde principios de julio». Los turistas, atraídos por las aguas turquesas y la tranquilidad de una playa sin cobertura, copan todos los rincones. En la arena no cabe ni una sombrilla más, las toallas se extienden encima de los embarcaderos y muchas mochilas reposan sobre las rocas. Sin embargo, esta playa solo cuenta con 50 plazas de aparcamiento.

La explicación a la alta presencia de bañistas en relación a las plazas de parquin comienza en la parada de autobuses de Sant Antoni, donde una decena de turistas espera la llegada del vehículo que les conducirá hasta la playa.

El conductor despacha rápidamente a los pasajeros y pone rumbo a la cala, previa parada en el aparcamiento gratuito de Can Coix. Aquí comienzan las prisas, los empujones y los nervios. Los futuros pasajeros saben que el autocar cuenta con pocas plazas y la espera bajo un sol abrasador se les hace larga.

«Sólo pueden entrar catorce personas más. El resto tendrá que esperar a que lleguen mis compañeros», se excusa el chófer ante los más de 20 pasajeros que se quedan en tierra. «¿Salen cada 15 ó 30 minutos?», pregunta un turista español. «Cada cuanto nos dejan, hay muchísima cola allí arriba, ya lo verán», advierte el conductor.

«Vinimos ayer [por el miércoles] con el coche y vimos un cartel que avisaba de que el acceso estaba restringido de 10 a 18 horas. Decidimos regresar a casa y volver hoy [por ayer] con el bus», narra Trinidad, una visitante sevillana.

Juan Romero, el conductor del autocar, indica que los turistas conocen la restricción «desde Sant Antoni», donde comienzan las advertencias, y también «se interesan de cómo llegar con los folletos informativos y con el horario de los autobuses».

Largas colas

Sin embargo, la extensa caravana de coches que se extiende en la carretera no permite ver el final de la cola y demora la llegada hasta la playa. La fila avanza a medida que los automóviles regresan del lugar. «Cerca de aquí hay un vigilante de seguridad que devuelve los coches e indica a los conductores que tienen que ir hasta Can Coix y, desde allí, coger el bus hacia la playa, que pasa cada 15 minutos», explica Romero.

Una peculiaridad común en todos los coches aparcados es la presencia de emblemas de diferentes empresas de rent a car de la isla. «Los turistas alquilan los coches y quieren llegar con ellos hasta la misma arena. Tienen que entender que deben rascarse el bolsillo y acceder en el autobús por la seguridad de la gente», continúa Romero. Sin embargo, la caravana de coches no cesa y los vigilantes se afanan en explicar la solución a todos los conductores.

Ayoub se encarga de retirar la primera valla, ubicada en el camino de arriba de Can Germà, mientras su compañero desvía los coches y les ayuda a maniobrar en una carretera sin rotonda. «La gente viene a la playa antes de las 10 de la mañana, que es cuando nosotros empezamos a trabajar, y el aparcamiento ya está completo. Hasta las 18 horas, cuando finalizamos nuestra jornada, los coches no se empiezan a ir», explica.

Trabajo sin descanso

«Otras veces hemos venido y a las 9 de la mañana ya había gente. Esto es una locura y me parece genial esta medida. No creo interesante llegar en coche, pero el que quiera venir así, que madrugue», opina Aitor, un veraneante asiduo a la isla.

A pesar de que es más de mediodía, la incesante llegada de coches obliga a los supervisores a trabajar sin descanso las ocho horas. «Los bañistas siguen viniendo con el coche porque tienen la esperanza de que queden plazas libres, aunque casi nunca las hay. Otro caso es el de las scooters, que siempre pueden acceder», narra Ayoub.

Vecinos disconformes

«Este año la situación es mucho más positiva, aunque lo ideal para nosotros sería que se restringiera el acceso del todo. Los conductores saben que no van a poder acceder a la playa con sus coches y aun así taponan la entrada», se queja Marilyn, una vecina francesa de la zona.

Su marido, Thierry, va más allá y plantea un posible problema: «Si hay un incendio, todo se quemará y será una catástrofe porque los bomberos no podrán entrar. Todos querrán salvar sus coches e irse y deberían pensar en los que vivimos aquí, que lo perderíamos todo», relata.

A pesar de los miedos, el chófer del autobús considera que este verano está siendo «el mejor» porque «ha mejorado mucho el sistema» y trabajan «muchísimo». «En un día, puedo llevar a 400 o 500 pasajeros y hay que tener en cuenta que somos tres autocares. Lo malo es que hacemos muchísimos viajes y, si pudiéramos entrar con los autobuses grandes, sería genial», cuenta Romero con la vista fija en los 24 asientos del minibús.

«Siempre hay gente que comprende la restricción y gente que no. Algunos incluso se plantan en la valla y nos escupen», concluye Ayoub.