Un amigo se impuso hace algunos años un principio que cumple a rajatabla: no ir nunca a ningún sitio con budas. Esta restricción autoinflingida es ciertamente chocante y en Ibiza le supone unas cuantas limitaciones. El origen de su manía no radica en un pensamiento ultracatólico que le haga renegar de los símbolos de otras religiones, ni tampoco siente fobia por la cultura asiática. Lo que le ocurre, según él mismo explica, es que contemplar cómo la isla lleva décadas imbuida en una artificiosa espiritualidad zen, que banaliza la iconografía budista para transformarla en una etiqueta de marketing, le produce urticaria intelectual.

Cuando coge carrerilla, incluso dice que es como si a los restaurantes y beach club de las Antípodas les diese por adornar sus espacios con tallas descomunales de la virgen María. Yo le respondo que mejor no dar ideas, que sólo es cuestión de tiempo y que lo más probable es que esa transición iconográfica ocurra antes en Ibiza que en Bali o Goa.

Traigo a colación su historia porque hace unos meses, poco antes del invierno, se le ocurrió dar un paseo por la costa de es Amunts hasta sa Galera, a dónde no iba desde hace como veinte años. Tras caminar y superar varios desprendimientos bajo ese acantilado de rocas laminadas que se superponen formando un paisaje insólito, se encontró con un cochambroso campamento, con cuadros colgados en las rocas, montones de botellas de plástico, bolsas de basura y hasta un chill out improvisado con mugrientos almohadones, al pie de una covacha. En la entrada aguardaba, ya lo habrán adivinado, un buda de buen tamaño.

A la manía de los budas se suma otra cuestión que también le irrita sobremanera: esta absurda moda de amontonar piedrecitas. Como ambos factores confluían profusamente en sa Galera, a mi amigo comenzaron a entrarle escalofríos y un creciente desasosiego. Así que dio media vuelta y se marchó sin detenerse a admirar las formas caprichosas con que la naturaleza ha esculpido este tramo de costa, que era a lo que había ido.

El campamento de sa Galera

El campamento de sa GaleraLa prensa relata periódicamente el tira y afloja que se traen la Policía Local de Sant Antoni y el clochard de sa Galera, cuyo campamento ya ha sido desmantelado en diversas ocasiones, procediendo también a la retirada de montones de desperdicios. Desconozco exactamente dónde anda el asunto ahora mismo, pero al parecer la budafobia de mi amigo es contagiosa. A mí también se me han quitado las ganas de ir sa Galera, comprobar si el vagabundo zen continúa parapetado en la gruta y, de paso, enterarme de las razones que le impulsaron a hacerse budista.

El caso es que sa Galera, al igual que sa Pedrera de Cala d’Hort, sa Penya Esbarrada, Benirràs y tantos otros enclaves pitiusos icónicos para el misticismo neohippy, es otro de esos lugares donde confluyen las energías, se alinean los astros y brota a borbotones el magma de espiritualidad que Ibiza apenas puede contener.

Sin embargo, hace unos años, cuando la presencia de los budas aún era residual en la isla, a sa Galera se iba únicamente a bañarse en porretas, costumbre que al parecer aún se mantiene, pues no hay razón alguna que lo haga incompatible con misticismo oriental; sino todo lo contrario. Entonces, eso sí, no había un chiringuito pirata junto al campamento del eremita donde ponerse morado a mojitos y cervezas. Incluso suele disponer de carpa y una barra hecha en las rocas en la que preparan combinados a cualquier hora del día, salvo cuando los municipales interrumpen la fiesta.

Salvo por estas diferencias sustanciales pero no insalvables, sa Galera sigue ofreciendo un paisaje espectacular. En su orilla no hay un gramo de arena, pero tampoco hace falta, porque basta con zambullirse en esa agua cristalina desde las terrazas escalonadas, tan lisas que parecen pulidas, sobre las que se apostan unos bañistas que buscan mayor margen de tranquilidad. Mientras, a la izquierda, la punta de sa Galera, que se adentra en el mar con la forma de un cocodrilo que se asoma a la superficie, y el racó de sa Galera, con las casetas varadero de siempre y una orilla de grava donde bañarse continúa siendo una delicia.

Mi amigo repudiará los budas, pero los budistas ermitaños que pululan por las Pitiüses no tienen un pelo de tontos.