Un vuelo cada tres minutos. Bueno, cada 189 segundos, para ser más exactos. Es la actividad que registró ayer, una de las jornadas de mayor trafico de pasajeros del verano, el aeropuerto de Ibiza, según los datos de AENA. Durante todo el día estaban previstos 458 vuelos, en los que debían viajar (salvo despistes de última hora) 58.662 usuarios.

A José y Sebas, conductores de microbuses, sin embargo, la jornada del 15 de julio les parece «un sábado más» de la temporada alta ibicenca. No es decir poco. Los sábados de julio y agosto son de órdago. Hasta seis viajes pueden dar. «Con tres, cuatro personas, a veces hasta con uno solo, que va más ancho...», comentan, de buen humor, mientras repasan la carpeta en la que llevan el programa de la jornada.

Pasar entre la cafetería y las oficinas de los coches de alquiler es complicado. Frente a cada una de ellas aguardan, como mínimo, una veintena de personas. En tres de ellas, al menos, se crean dos colas: una para los que tienen reserva y otra para los que no. El personal no da abasto con los clientes. ¡Como para atender a la prensa! En una de las colas están Jeff y Albert. Jeff mira con preocupación al mostrador. Teme que se queden sin vehículo. Estuvieron en la isla hace unas semanas y no tuvieron problemas para alquilar uno, así que no lo reservaron, explican.

En los baños hay cola. Mathew, de cinco años, sale de uno de los retretes con los pantalones desabrochados y tendiéndole la mano a su madre, Anna. «No hay papel», protesta el pequeño mientras su madre le da un paquete de pañuelos de papel. Hiromi y Keiko, japonesas, tratan de mantenerse despiertas. Dos de sus amigas duermen a pierna suelta en las butacas, pero a ellas les da miedo dormirse y que les roben la maleta, la mochila, el bolso o alguna de las compras que han hecho en su semana en Ibiza. Ya deberían estar en Londres, pero han perdido el vuelo y ahora tienen serios problemas para conseguir otras cinco plazas.

Mucha basura y muchas colas

La zona de facturación parece tranquila. Frente a los primeros mostradores no hay mucho jaleo, pero al llegar a la zona de las aerolíneas de bajo coste la estampa se transforma. Centenares de personas en colas caóticas esperan para facturar sus maletas. El personal de tierra apenas tiene un respiro. Decenas de personas duermen en los bancos. Se cubren la cara con los mismos sombreros que durante las vacaciones les han protegido del sol y apoyan los pies en las maletas. En la cafetería que hay delante de los mostradores quedan bastantes mesas vacías. Una de las trabajadoras, que no puede hablar «sin el permiso» de la empresa, susurra que, de momento, no nota mucha diferencia con, por ejemplo, el fin de semana pasado.

La escalera mecánica no deja de subir gente a la planta de embarque. Allí se encuentra Mónica, trabajadora de la limpieza, que barre con presteza cualquier desecho que se cruce en su camino. Ella y su escoba sí notan que este fin de semana es diferente. Más gente en el aeropuerto significa baños que se quedan sin papel más rápido, más líquidos derramados al suelo, más papeles que se caen al suelo... «¡Ufff!», responde cuando se le pregunta si tanta diferencia nota. «Ensuciamos mucho», indica antes de explicar que durante una jornada como la de ayer, de máxima actividad, puede llegar a recoger en el aeropuerto unas 30 bolsas de basura. «Ensuciamos mucho, las personas. Y esto será así hasta septiembre», reflexiona mientras saluda a Paquita, también de limpieza, que cruza la planta empujando un carro con siete costales llenos de basura. Ella está en la zona del duty free, donde, explica, una vez separado el plástico y los cartones de los embalajes, se generan menos desechos que en el resto del aeropuerto. «Los que más notan cuando aumenta el jaleo son los que están en los controles», comentan.

La cola para acceder al control de seguridad de la zona de embarque llega hasta el final de las cintas. Se para constantemente. Los arcos de detección de metales no pueden asumir al chorreo constante de pasajeros. Ian, irlandés que vuela a Barcelona, segunda parada de su viaje, se desespera. «Ya es la tercera vez que la cola se detiene. Como siga así voy a perder el vuelo», se lamenta.

En la librería, Damaris coloca bien algunos libros. El establecimiento está tranquilo. «Donde de verdad se nota la actividad es en las tiendas de dentro. Allí la gente ya va tranquila, sin prisas», comenta la dependienta, a la que el trabajo le sirve para no pensar mucho. Es de Venezuela y vive en una preocupación constante por su familia y sus amigos, explica mientras dos adolescentes entran corriendo a la librería en busca de revistas «británicas». Tienen mono.

Una horda de adolescentes cruza a toda velocidad la planta baja. Se tropiezan con la larga cola de personas que quieren coger un taxi. La ristra de gente llega, prácticamente, hasta las puertas de la zona de salidas. Carmen y Lola, amigas cincuentañeras residentes en Granada, llevan más de