Cuenta Antonio Marí Juan que el mar es su pasión desde bien pequeño. «Recuerdo que con 3 o 4 años, cuando mi padre o mi abuelo se iban al mar, iba corriendo con ellos para subirme en la barca. Si algún día no me podían llevar porque hacia malo, me ponía a llorar desconsoladamente».

Han pasado unos cuantos años, Antonio cumplirá en septiembre 88, y todavía sigue saliendo con su embarcación.

Sus dedos retorcidos reflejan la dureza la vida que ha pasado entre la tierra y el mar. «He sido agricultor y pescador», lo que se terciaba. En el pasado «no se veía ni el fondo del mar con tantos bancos de peces». Algo que ayudó a muchos a sobrevivir durante los años de carencias y hambruna. Según relata Antonio «nunca nos faltó de comer. El que pescaba cambiaba un pez por patatas, huevos o lo que fuera, y al revés».

Turismo incipiente

Turismo incipientePasó la época mala y empezó a llegar el turismo. Un día su amigo, el cocinero Toni Andreu le dijo que había muchos barcos por la zona de Tagomago y que sería un buen sito para montar algo. «Así que, me puse a construir un quiosco» -hoy lo llamaríamos chiringuito, incluso beach club-. Al poco tiempo, era el año 1972, la isla de Tagomago ya tenía un lugar para ir a comer.

«Con mi barca, el Caragolé, pescaba y traía y llevaba a la gente desde Pou des Lleó hasta Tagomago», relata. Como en aquella época no había teléfonos móviles Antonio ideó un método para saber si alguien quería llegar hasta la pequeña isla. «Todo el mundo sabía que si hacían una hoguera, encuanto veía el humo les iba a buscar con mi barco».

Con el tiempo el quiosco se fue haciendo famoso. «Trabajábamos mucho y ganábamos poco». Incluso había gente que le decía que cobrara más. «Aunque teníamos que llevar todo a Tagomago, como el pescado no me costaba nada porque lo pescaba yo, los precios eran muy bajos, más barato que en Ibiza».

Seguro que con tan buena materia prima se debía comer muy bien «cocinábamos lo típico, bullit de peix, paella, mero, de todo», cuenta.

Junto al quiosco había una casa antigua -el germen de la mansión que hay hoy- con todo lo necesario para el negocio como un grupo electrógeno y hasta una cisterna para el agua. ¡Todo un lujo! Allí iba todo el mundo: ibicencos y turistas de todos los sitios.

Paella para 110 personas

Paella para 110 personasTanto que un día una avispada señora le propuso llevar hasta allí todos los jueves a cien personas. Antonio aceptó la propuesta aunque dice que perdía dinero porque los clientes habituales dejaron de ir. Por aquel entonces, ideó un método más moderno que las señales de humo, nada más y nada menos que el teléfono del bar Anita en Sant Carles. Allí llamaban el día antes para hacer la reserva. Antonio se pasaba por el bar y ya con el número de personas, preparaba la comida. Pero no siempre, el mensaje llegaba como debía.

«Un día me encargaron una paella para 24 personas y cuando llegaron a Tagomago eran 110. Cuando vimos tanta gente nos asustamos un poco. Menos mal que en la casa había unos cuantos pollos y conejos sueltos, así que me fui corriendo a matarlos y, con el pescado que también había, conseguimos hacer más paellas, que era lo que querían. Eso sí, en dos turnos», remarca entre risas.

Antonio y Toni regentaron el quiosco hasta 1980. Luego se lo trasparon a un madrileño, «porque veíamos que nos íbamos a morir de trabajar tanto», dice. Según cree, estuvo abierto hasta 1989. Años después, cuenta «compró la isla un alemán, tiró la casa y se hizo una mucho más grande. Es un señor rubio -dice refiriéndose a Matthias Kühn- que va y vine de Tagomago en helicóptero».

De todas formas, Antonio apunta que los papeles del chiringuito están a su nombre, «aunque no sé si se anularon» añade con cara de duda.

En los alrededores de Tagomago ya casi no hay pesca, como antes, pero Antonio añora las idas y venidas a la isla: «me encantaría que se abriera otra vez el quiosco».