El sueño comenzó hace 13.000 kilómetros. Posiblemente durará otros tantos, quizás más, porque es un sueño de larga distancia: empezó en Ibiza y quiere despertar en Australia. Desea cumplirlo, en lo posible, por la costa, siempre cerca del mar. Pese al ataque de los perros, algún bajón anímico y el cansancio, Carles Tur Escandell mantiene el equilibrio desde que partió de Ibiza el 11 de noviembre. Lo hace sobre una Orbea MX 29 que pesa 65 kilos. Con un par de ruedas, aunque ya ha cambiado unas cuantas.

Ahora, a medio camino, se cuece, literalmente, en Dubái tras haber atravesado Irán, donde se le acababa la visa. Busca un barco de carga que le permita cruzar el Golfo Pérsico y el mar Arábigo hasta alcanzar la costa de la India, donde proseguirá su viaje. ¿Por qué no lo hace en avión? «Porque no quiero volar», zanja. No prosigue por tierra, atravesando Pakistán, porque «solo existe una frontera en el norte y es más complicado conseguir la visa de Pakistán que la de la India». Pero, sobre todo, pesa otra razón: «Me han recomendado en Irán no ir hacia el este ni a Pakistán». Es fácil imaginar por qué.

Tiene 26 años y es cocinero de profesión: «Siempre he querido viajar. Mi primo Roberto Esteve me contó su experiencia como cicloturista (ha hecho las rutas Denia-Marrakech, Bucarest-frontera de Irán, y Marrakech-Costa de Marfil) y decidí hacer algo similar, pero más largo». Como cocinero, conocer la gastronomía de los países que atravesará, unos quince hasta ahora, fue uno de «los grandes motivos» que le impulsaron a emprender este viaje. Las imágenes que cuelga en su muro de Facebook dan fe de que, además de ponerse las botas con exóticos platos, está tomando buena nota.

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De Ibiza a a Australia sobre dos ruedas

Cuando desembarque en la costa de la India, dirigirá el manillar hacia Bangladesh para, siempre por la costa, bajar luego a Myanmar (un país en el que posiblemente tendrá dificultades para entrar), Tailandia y Malasia. Luego saltará a Indonesia, de ahí a Timor y, finalmente, a Australia: «Calculo que para llegar a mi destino aún me quedan entre ocho meses y un año», explica. La meta final es Sídney. La meta teórica, porque en su mente de cocinero cuecen otros planes: «Si llego allí con dinero y con aliento me gustaría seguir en el sur de América».

De cinco a 15 euros al día

La economía es crucial en esta aventura: su presupuesto diario oscila entre los cinco y los 15 euros: «Tenía algo ahorrado para el viaje, pero calculé que no era suficiente». Así que el pasado verano se centró en conseguir los fondos necesarios: en temporada, durante el día trabajó como socorrista de Cruz Roja en Cala Llonga; por la noche, como cocinero en un restaurante.

Viaja solo: «He encontrado personas que tienen gustos parecidos a los míos, pero no hallé a nadie con quien me sintiera a gusto para un recorrido tan largo y que, a la vez, dispusiera del tiempo y del dinero suficiente», confiesa. Pedalea sobre una Orbea MX 29, «modificada para este viaje hasta no parecer la original», con frenos de disco y suspensión delantera. Es normalita, barata, de aluminio, sin apenas carbono. Pero lo importante es que es suficientemente sólida como para aguantar todo el peso que lleva encima: «En Bandar Lengeh (Irán, a orillas del Golfo Pérsico) la pesaron: 65 kilos. Iba casi a tope».

En las alforjas (delanteras y traseras) ha metido tienda, saco, esterilla, cocina de gas y gasolina, «botiquín a conciencia», recambios para radios y pinchazos, «mínimo de ropa e higiene y un poco para la lluvia». Por el camino se ha desprendido de algo de peso: «He regalado ropa de invierno y voy con lo justo; al principio llevaba una cadena de repuesto y un cable de freno de más; hoy ni eso». Y para no deshidratarse cuando atraviesa zonas desérticas o deshabitadas, ha distribuido cinco portabidones en cada pequeño hueco que quedaba de la bici.

13 pinchazos

A lo largo de esos 13.000 kilómetros ha sufrido diversos problemas mecánicos: «He roto dos llantas traseras, un cable de freno y otro de cambio, tres cadenas, una cassette, un eje pedalier, una parrilla trasera, los soportes de la delantera (pero los arreglé), un radio, una bolsa de manillar que se rompió nada más empezar, alguna pieza de las alforjas (un enganche a la parrilla y otro de la alforja, aparte de rajar una con una piedra) y una bomba de aire». Ha destrozado cinco cubiertas (empezó con las de montaña, pero ha pasado a otras de cicloturista) y ha pinchado en 13 ocasiones, que no está nada mal si se tiene en cuenta que una ciclista británica recorrió al principio de este milenio el trayecto entre Pekín y China sin pinchar una sola vez.

Partió el 11 de noviembre, pero en su página de Facebook no escribió nada hasta abril, pasados 147 días y 9.300 kilómetros: «Decido hacer público mi viaje, ya que nunca llegué a pensar que conseguiría cruzar los Pirineos». Ya estaba en Georgia, en pleno Cáucaso. En esos cinco meses había vivido de todo: «Cosas buenas, cosas malas. Pese a todo uno intenta no perder la compostura, la cabeza y la bicicleta. Lo único que tienes es la soledad, a la que siempre llamo libertad; también a tu amada y querida bici, que solo se pincha, hace ruidos raros, pierde cosas y te hace gastar dinero. Buena chica».

Las piernas o el cansancio no suelen ser los principales problemas de los cicloturistas. La derrota pende, casi siempre, del estado emocional, de la cabeza: «Empecé muy animado el primer mes. El segundo reflexionaba mucho. El tercero pasé por algo de crisis debido a tanta soledad. Parecía autista. En Turquía conocí a una pareja (él cordobés, ella normanda) con los que recorrí la costa del Mar Negro, Georgia y Azerbaiyán. Luego, al entrar a Irán, tomaron el camino hacia China». Gracias a esa pareja, recobró el equilibrio mental, parte esencial de todo ciclista: «Recuperé la cordura y empecé a ir más relajado y con menos prisas».

Igual que Diego Ballesteros cuando unió Barbastro con Pekín en 2008 (imprescindible su libro ´12.822 km´), Carles ha padecido las consecuencias de beber y comer en cualquier sitio: «He tenido tres veces diarrea. Una fue leve, en Albania, por beber agua de montaña. La segunda, que creía que me moría, fue entre Turquía y Georgia, otra vez por el agua. La tercera, pasada en Azerbaiyán, fue leve, en ese caso por la comida».

El café, las galletas, los perros

Ha vivido momentos inolvidables mientras atravesaba desiertos o montañas nevadas, se sentía sediento o aterido de frío, sudaba la gota gorda o se le congelaba el bigote. Pero también hubo días en que estuvo a punto de «enviarlo todo al carajo». Concretamente, en dos ocasiones: «Hubo días en que lo pensé, pero pasaron. Ocurrieron en el sur de Italia y en Georgia, cuando rompí la parrilla trasera, las varillas de la tienda (que se me habían roto por decimotercera vez) y se soltó la parrilla delantera».

Tantos kilómetros y experiencias le han marcado. Muchas son positivas, como esos «gestos de hospitalidad o amabilidad», ese café, té o galletas que le ofrecieron generosamente, esos manteles compartidos llenos de exquisiteces. Algunas son negativas, como su relación con los perros: «¡Oh, esos animales del infierno! Recuerdo cómo me encantaban.Cómo me gustaban y cómo los odio ahora. He llegado a un punto en que ya me son indiferentes. Si no se callan, paro y se van corriendo. Solo uno en Albania me mordió dos veces la alforja. Con ese sí que pasé miedo».

Sabe que la vuelta a la vida cotidiana dentro de un año, tras pasar tanto tiempo en plena libertad, será dura, pero ya tiene planes: «Me encanta la cocina y poder enseñar la gastronomía española allá donde voy. Pero el mar es mi debilidad (por eso, en este viaje voy siempre que puedo por la costa). Quiero estudiar para ser patrón de altura. Me gustaría juntar ambas pasiones. En Ibiza tengo esa posibilidad».

Su último post en Facebook es del pasado 9 de junio, con 211 días y 13.012 kilómetros en sus piernas. Acababa de llegar al Golfo Pérsico. Del fresco de las alturas del interior de Irán pasaba a los 45 grados y a verse forzado a dormir la siesta porque con esos calores «se vuelve imposible pedalear». Tras un mes sin ver el mar, se zambulle a diario. Al pasar a los Emiratos Árabes, decía sentirse «más pobre que nunca» ante los rascacielos relucientes y los Ferrari a todo gas en medio del desierto. Y lo que le queda por ver si mantiene el equilibrio sobre dos ruedas durante un año más.