Los inviernos del Pla de Corona antaño eran uniformes. Esta era esplendorosa, que orilla en las faldas de los montes, exhibía entonces una retícula de muros de piedra seca, que separaban, fincas, pastos y cultivos, esbozando un territorio ajedrezado con casillas de tonalidad encendida y monocorde: el bermellón de los campos roturados. Tres kilómetros cuadrados de tierra fértil, que se aprovechaban hasta el último palmo. Por eso, con la salvedad de los pedregales esquineros, las casas se erguían más allá de la circunferencia, cuesta arriba, donde los muros de cal contrastaban con el verdor de los pinos.

Más o menos al despuntar febrero, según oscilaran las lluvias, y durante un puñado de semanas milagrosas, el llano se cubría con el manto blanco de los almendros en flor y Corona conformaba una bandera vertical: granate en el suelo, azulón en el cielo y, entre medias, el terciopelo de espuma que recitaba Miguel Hernández.

Cuanto más brillante resultara el espectáculo, más verdes clareaban las primaveras y mejores cosechas recogían en agosto los payeses de Corona que, como en el resto del territorio ebusitano, subsistían en una economía cimentada sobre el fruto seco. Los más extraordinarios acontecimientos, a menudo, brotan de la monotonía y la necesidad; y esta pampa elevada, paso a paso, año tras año, acabó convirtiéndose en escenario de peregrinajes.

Las multitudes del invierno, más modestas, circundaban el llano y se emocionaban con la floración y la inagotable riqueza de matices comprendidos entre el blanco inmaculado y el rosa pálido. Luego la trasladaban a los lienzos, le dedicaban poemas o capturaban su fulgor en fotografías, que también servían de reclamo en guías y folletos turísticos sobre la Ibiza auténtica y atemporal; esa que aguardaba a que cayera el telón de la temporada.

Llegaban procedentes de todos los rincones de la isla, partían a pie desde Santa Agnès y, mientras vadeaban los campos de almendros, disfrutaban también de la silueta pétrea del pozo de Corona, del ir y venir de los rebaños de ovejas, del involuntario sentido estético de las chimeneas escalonadas de Can Parra y de la visión de ses Margalides azotadas por la tempestad, desde los acantilados de sa Penya Esbarrada o las puertas del cielo, según se declinara la toponimia payesa o la de los hippies, que en los setenta acudían allí en manadas en las largas jornadas estivales, para admirar la puesta de sol. El círculo se cerraba en Can Cosmi, con una tortilla de verduras o comprándole unas alpargatas a María, en su colmado intemporal.

Hoy los almendros siguen floreciendo en Corona, pero el manto clarea progresivamente y el ajedrezado ya no es monocorde, sino que alterna las casillas roturadas de antaño con el verdor de las fincas huérfanas. Algunos propietarios del llano aún podan los almendros y recolectan sus frutos en verano. No lo hacen por necesidad, pues la contraprestación no compensa el sacrificio, sino por orgullo; por mantener intacto el paisaje de la infancia; por seguir siendo la excepción; incluso, tal vez, por no defraudar a los peregrinos. Pero cada vez son menos y se hacen ancianos. Como los almendros, cuyo ciclo de vida es similar al de los hombres -setenta u ochenta años, si las epidemias no les vencen antes-. Cuando se aproxima su momento dejan de florecer, expiran y quedan como troncos yermos en mitad del campo, hasta que alguien los convierte en leña. Desde hace cuarenta años, nadie planta de nuevos; ni en Corona, ni prácticamente en ninguna otra parte de Ibiza.

En esta encrucijada existencial en la que nos hallamos, donde la necesidad de conservar la mínima esencia de lo que fuimos ya constituye una empresa inabarcable, tal vez haya que empezar plantando almendros y, de paso, echar una mano a los payeses, facilitarles la vida, dejar de ponerles trabas o incordiarles con burocracias interminables.

Xescu Prats es cofundador de www.ibiza5sentidos.es