Las antípodas de Cala Tarida se sitúan en medio del océano, exactamente a 146 millas náuticas al este de la ciudad neozelandesa de Gisborne. Además de la inmensidad del Pacífico Sur, desde la costa de esta turística localidad se divisan unos acantilados sobrecogedores que los maoríes bautizaron Te Kuri-a-Paoa. Son los mismos que avistó el Capitán Cook el 8 de octubre de 1769, antes de desembarcar por primera vez en la isla.

Gisborne, como las Pitiusas, también tiene un faro del fin del mundo y durante siglos ha destacado por ser la primera ciudad del planeta en sentir el calor del amanecer. Se sitúa, por tanto, en las antípodas de Cala Tarida por partida doble. Al opuesto geográfico se suma el conceptual, toda vez que en Ibiza preferimos adorar el crepúsculo.

Cuesta imaginar esta triple sucesión de arenales, que se alternan con islotes adheridos a la orilla, durante la Edad Media, cuando las taridas costeaban por sus aguas y le proporcionaron a la cala un nombre. Aquellas embarcaciones de casco plano, dedicadas al transporte de mercancías y arrastradas por galeras, transitaron por una playa que se mantuvo sin alteraciones a lo largo de otros setecientos u ochocientos años.

La Cala Tarida de nuestros abuelos era prácticamente idéntica. No había una sola construcción en kilómetros a la redonda, con la única excepción de la casa de Vildo, el antiguo alcalde, sobre el acantilado que lleva a s´Escalonet -un pequeño recodo de casetas varadero que cierra la playa por el sur-. En aquellos tiempos, los llaüts de pesca sustituían a las taridas y hasta se podían avistar tortugas bobas arrastrándose por la orilla para desovar. En las casas de los pescadores existían recetas sobre cómo llevarlas a la cazuela.

Incluso la Cala Tarida de cuando éramos pequeños, allá por los setenta del siglo pasado, apenas se vislumbraba alterada. Ya existían un par de chiringuitos, pero el agua se conservaba inmaculada hasta cuando apretaba la canícula. Los bañistas se apostaban en la orilla con sus sombrillas multicolor, separados varios metros unos de otros, y las elevadas dunas, repletas de sabinas, aguardaban intactas en la retaguardia. Los niños trepábamos descalzos por ellas hasta la cima. Luego cogíamos carrerilla y nos arrojábamos por la ladera de un salto, quedándonos clavados en la arena tibia hasta las rodillas. Bajo la superficie, una maraña de raíces finas como cordeles, con las que tropezábamos y nos agrietábamos los pies.

Luego llegaron las grúas, las excavadoras y las hormigoneras, y cuadricularon de cemento el ecosistema de nuestra infancia. Mamotretos escalonados acabaron descendiendo por los acantilados hasta prácticamente el mar. Con los años se adueñaron también de la segunda línea, la tercera, la cuarta y hasta acabaron recortando penosamente el monte camino de Cala Molí, dejando una cicatriz desmedida que ejemplariza hasta dónde alcanza la ceguera humana, una vez se instalan las orejeras de la codicia. Otear esa brecha desde la cubierta de un llaüt ya constituirá para siempre un humillante bofetón en la quijada del orgullo patrio. La puntilla la pone esa orilla cenagosa, infestada de algas microscópicas de origen polémico, consecuencia de destruir y cimentar sin planificación, orden ni vigilancia.

Podríamos situar el germen de la decadencia de la que fuera una de las mejores playas de Ibiza en esa avaricia irrefrenable de aquellos años. Yo, sin embargo, prefiero creerme el proverbio chino que ilustra la cabecera -el mismo que inspira la teoría del caos-, e imaginar que en un instante indeterminado del pasado, un lepidóptero maldito, con una mancha en forma de calavera en el envés de sus alas, se posó sobre una canoa maorí, exactamente a 146 millas al este de Gisborne, y ejecutó su mortífera danza provocando un tsunami de hormigón a este lado del mundo.

Lo sorprendente es que, pese a todo, cuando despunta la primavera y aún reina la calma, siguen emocionándonos los azules de Cala Tarida y sentarnos a contemplar el horizonte desde la terraza de Ses Eufabies, con un gin-tonic entre los dedos, mientras el cielo se enciende. Basta con apostarse de espaldas a la infamia.

Xescu Prats es cofundador de www.ibiza5sentidos.es