Cógete una mochila, la mochila más grande que tengas, y mete todo lo que quieras, lo que más quieras, todo. Eso es con lo que vas a vivir el resto de tu vida hasta que alguien decida que puede cruzar; vas a vivir sólo con eso». Así le explicó, en una llamada telefónica, Álex Ponce Costa, policía local de Sant Antoni y voluntario de la asociación Proem-Aid, a su hija de 10 años la situación de los refugiados a los que ha conocido y ayudado en las dos semanas que ha pasado en Lesbos. «Y a esto le sumas que no es seguro que vayas a estar con papá, con mamá y con el hermano; a lo mejor vas sola o con papá o con mamá», añadió. Mientras con un dedo muestra las lágrimas que le caían a la pequeña al escucharle, asegura que «entendió realmente lo duro que es todo aquello».

Hoy hace exactamente dos semanas que Ponce regresó a Ibiza tras vivir una experiencia que le dejó «destrozado». Destrozado físicamente «por el cansancio de estar 15 días durmiendo como puedes, comiendo como puedes». «Cuando estás allí, en la playa, piensas: ´Tengo frío, tengo sueño, tengo hambre´. Pero miras al mar y te dices: ´Ellos sí que tienen frío, y hambre y sueño, y no yo´. Y sigues adelante», recuerda. Y destrozado psicológicamente. «Llegué el domingo a las diez de la noche y empecé a hablar el lunes por la tarde. Mi madre, mi mujer, mi padre, me veían y no preguntaban», recordaba al día siguiente este agente de Policía, que resaltaba que aunque ya empezaba a relatar la historia, hay una parte que se queda dentro y que no sabe si logrará soltar algún día.

Ponce y otro voluntario juegan con dos niños en el campo de Pikpa

Cuando echa la vista atrás, Ponce dice tener muy claro cuál fue el momento que más le marcó. Fue la noche que llegó a la playa de ´Camp Fire´, al sur de Lesbos, la única embarcación que arribaría a esta zona en los días que él pasó allí. Al verle, unos padres le entregaron a su hija de 15 meses. Estaba «empapada, fría». «Lo que más me marcó es que la niña no lloraba, no tenía ningún tipo de sufrimiento; estaba en tal estado de shock que era incapaz ni de llorar», explica. Y aquello le hizo reflexionar: «Te planteas cómo tiene que ser de insegura la tierra para que haya gente que meta a sus familiares, a su hija de 15 meses, en medio del mar».

Quieren estar en su casa, no en Europa

Quieren estar en su casa, no en EuropaEsta es una de las cosas que se repite Ponce mientras relata la historia de personas a las que ha conocido, de personas que en Siria tenían sus vidas y que se han visto obligadas a abandonarlas por culpa de la guerra. «Profesores de universidad, un mecánico que tenía su empresa, funcionarios, gente súper preparada, que cuenta que tenían una vida, igual que la tuya o la mía, y que de repente, cuando empezaron a caer bombas, tuvieron que coger la mochila y salir disparadas», resalta y agrega que ellos no quieren estar en Europa, sino que «quieren estar en sus casas». «Hay gente que se metía en el mar sin haberlo visto nunca, sin saber nadar. Y que lo hagas poniendo en peligro tu vida, bueno, pero que pongas la de tus hijos... Qué infierno debe haber allí para que el único lugar seguro sea el mar», insiste.

Lo triste es que pese a eso, una vez al otro lado hay algunos que quieren regresar sea cual sea la situación que encuentren: «Hay gente que dice que ha huido de allí por miedo a morir pero que está viendo que aquí no tiene oportunidad alguna y que la muerte va a ser igual pero más lenta». Detalla que en una de las dos semanas que él pasó en Lesbos fallecieron cinco personas en el campo de Moria, el más grande de los tres que hay en la isla, que tiene capacidad para unas 2.000 personas y en el que debe haber ahora unas 6.000. Se sienten «muy abandonados», subraya Ponce, entre triste e indignado, reclamando soluciones.

Álex Ponce, el pasado miércoles en Cap Negret, apenas tres días después de haber llegado de Lesbos

«La solución que hay no es cerrar fronteras, es hacer algo para que ellos no se vayan de su tierra. No sé cómo, no tengo ni idea, pero hay que hacer algo», afirma el policía local, quien invita a todas las personas alarmadas por el muro que el presidente de los EE UU, Donald Trump, quiere construir en la frontera con México a viajar a Lesbos y ver el que forman buques militares y guardacostas en el mar «Lo de Trump es una burrada, una locura, pero ¿lo que estamos haciendo nosotros en Europa no lo es?», pregunta.

Dos años esperando a su hija

Dos años esperando a su hijaPonce relata que hay muchas personas que «han perdido cualquier esperanza» y a otras a las que eso es lo único que las mueve. Es el caso de un militar que escapó, dice, porque «querían cargárselo». «Llegó en patera, hace dos años. Su mujer estaba embarazada y la mataron, y tenía una hija que huyó con su cuñada. El cruzó y desde entonces está allí en Lesbos de voluntario», explica.

Este hombre no sabe si su hija está viva o muerta y sigue allí con la esperanza de encontrarla. «Hace dos años que no duerme. Está esperando a oír ´bote´ para salir disparado. Y bote que llega, bote en el que está él, esperando que llegue su hija. Cuando llega el bote y ella no está, rompe a llorar. Y así día tras día», narra el voluntario ibicenco, que resalta que este caso le ha hecho darse cuenta de la fortaleza que puede tener el ser humano, «siempre y cuando le quede un ápice de esperanza». «Porque yo estoy seguro de que si le dan una prueba fehaciente de que su hija ha fallecido, se quita la vida», afirma.

El trabajo de Ponce en Lesbos era, precisamente, permanecer en la playa durante la noche, haciendo guardias, listo para ayudar a que si algún bote llega a la isla, lo haga de la manera «más segura posible». En una embarcación, los cuatro voluntarios de Proem-Aid, el patrón y los tres rescatadores -entre ellos el policía de Sant Antoni- salían al mar a medianoche para «hacer maniobras, entrenar y esperar». Durante los 15 días que su equipo estuvo allí, tan solo una llegó a la playa de la zona sur donde ellos estaban, aunque calcula que en esas dos semanas arribaron a Lesbos entre 220 y 230 personas.

Los voluntarios construyen la escuela.

Muy lejos han quedado los días de llegadas masivas de 8.000 personas diarias, pero, pese a ello, el éxodo no cesa. Sólo en enero, con temperaturas en torno a los cero grados y una sensación térmica mucho menor, llegaron alrededor de 500 refugiados. Y Ponce teme que pronto, con el buen tiempo y con el mar en calma, empiecen a llegar más. «Eso si Turquía no decide abrir las fronteras, porque el presidente turco no sé cuántas veces ha amenazado con eso», añade, pues entonces las cifras se incrementarían de nuevo considerablemente, con llegadas masivas de nuevo. «Allí hay cerca de dos millones de personas esperando a cruzar», apostilla.

«Olor a miedo, a frío, a desesperación»

«Olor a miedo, a frío, a desesperación»Este voluntario cuenta que la noche que estaban de guardia y vieron aquella embarcación que se acercaba a la costa, el dingui, se dirigieron rápidamente hacia él para conseguir «una llegada segura y controlada». Y es que, destaca, este momento es crítico. Para quienes viajan en él han sido tres o cuatro horas de viaje en una noche fría y oscura, en un bote inestable, con el agua empapándoles. Las personas que llegan, que han pagado un ´pasaje´ que en algunos casos llega a los 1.500 euros -algunos dicen que «según el estado de la mar, la vigilancia, según te pongas de pie o vayas de piloto, pagas un precio u otro», resalta- están muy nerviosas, muertas de miedo. «Otra de las cosas que más me ha marcado a mí es el olor: el olor a miedo, a frío, a humedad, a desesperación. Cuando te dicen que el miedo se huele, es verdad, puedes llegar a oler el miedo de la gente», sostiene.

Quien dirige la embarcación no tiene experiencia de cómo pilotar: «Ponen a un señor que no sabe cómo funciona un motor y le dicen: ´Le aprietas el gas y ¿ves las luces? Pues ve todo recto hasta que llegues´. Y él da gas, hasta que llegue. Pero esto es hasta que pegue contra las rocas, no tiene manía alguna», señala. Y cuando llegan, hay quien salta directamente del bote. «Pero la hélice sigue rodando y te puede cortar, puede amputarte. Te puedes hacer quemaduras por gasolina y agua salada que son muy peligrosas. Es un momento delicado», subraya este voluntario.

En aquella embarcación neumática -que él llama ´gusanos´ y cuenta que son de plástico, con unas maderas o aluminio en el suelo, que en ocasiones se parten mientras navegan- viajaban 30 personas. Además de los padres con su hija de 15 meses, había una persona de 76 años y una mujer embarazada de ocho meses y medio. Y así tantas y tantas historias de familias y personas que han perdido a las suyas. Ya en tierra, los voluntarios que están en la playa les daban mantas térmicas, les quitaban los calcetines, les ayudaban a entrar en calor. Si no fuera por estas personas que les esperan, apunta, nadie les recibiría, nadie les ayudaría a quitarse de encima el frío con el que llegan.Chalecos que se hunden y el cementerio

Chalecos que se hunden y el cementerioDel dingui bajan con los chalecos y Ponce cuenta que no son como los salvavidas habituales, sino hechos de un material que al mojarse, pesa. «Hace la función contraria», lamenta. «Tengo un compañero que sacó a un niño o una niña, no lo recuerdo, que llevaba una sudadera con capucha en la que su padre le había puesto un trozo de corcho dentro. El compañero se lo quitó y el niño o niña estaba tan aferrado a aquello que le dijo: ´No, no´. Su padre le había dicho: ´Tranquilo, que con esto no te vas a ahogar´».

A él le impactó uno de Frozen que vio en el ´cementerio de chalecos´ de la isla, donde hay «millones de ellos» dejados por las personas que han pasado por allí: «Recuerdo que mi hija tenía uno y lo usaba en la piscina cuando aprendía a nadar. Y era casi imposible que se mantuviera a flote con eso en la piscina estando yo al lado. Cuando te planteas que ellos lo usan para cruzar el estrecho aquel, que si caen al agua se ahogarán...».

Una vez rescatados, se daba aviso a las autoridades para que los recogieran. Un autobús de la Policía los llevaba al campo de refugiados. «Antes de ver un campo de refugiados piensas: ´Jo, qué bien lo he hecho. He sacado gente del agua, he conseguido que llegue bien y ahora los llevo a una nueva vida´. Pero al día siguiente cuando vas a uno y ves lo que es realmente, te queda una sensación agridulce de decir: ´Los he sacado de un sitio malo, pero es que donde van es muy jodido´», opina.

Y es que, en primer lugar, cuando llegan al campo de Moria, que es el que gestionan las autoridades y que era una antigua cárcel, pasan 25 días sin poder salir. «No sé por qué, porque no es que los tengan en cuarentena», dice él, desconcertado. Por lo que le han explicado la vida allí es «bastante dura». «Pasan mucho frío -muestra imágenes de nieve hasta dentro de las tiendas-, no tienen los servicios básicos cubiertos. Uno contaba que para todo lo que les dolía le daban paracetamol», explica y agrega que quienes más llevan allí han estado ya unos diez meses, desde que en marzo de 2016 se firmó el tratado entre la Unión Europea y Turquía.

En este campo, Ponce no ha podido entrar por no tener autorización. Sí estuvieron en el de Pikpa, que es mucho más pequeño. Sobre el papel este es mejor: para 60 o 70 personas; con bungalows para las familias; se autogestiona. Pero la realidad en él es tal vez mucho más dura, pues solo van aquellos cuya situación es peor. «Niños solos, niños con mamá, niños discapacitados», resalta.

La madre que busca a cuatro de sus hijos

La madre que busca a cuatro de sus hijosEn Pikpa, Ponce y sus compañeros ayudaron, entre otras cosas, a montar una escuela. Y es que al acabar la guardia nocturna, aunque estaban localizados por si surgía alguna emergencia, colaboraban con las asociaciones y ONG que se lo pedían. De ese campo, el voluntario ibicenco recuerda la historia de una mujer que estaba sola con su hija pequeña tras haber perdido a otros cuatro.

«Se marchó con sus cinco hijos. Su marido y su otra hija se quedaron atrapados en una zona de Siria y ella decidió hacer el viaje. Mientras esperaba en Turquía para cruzar, a una de las niñas le cayó agua hirviendo y tuvo que llevarla al hospital. Cuando volvió, sus hijos ya no estaban; el traficante decidió que el barco salía y salió con los niños. Ella logró cruzar al cabo de un tiempo para buscarlos», relata. Y no pierde la esperanza; encontrarlos es lo único que quiere.

Precisamente la capacidad de adaptación de los más pequeños a la situación ha sorprendido a Ponce, incluso a pesar de estar allí solos: «Les preguntas por sus padres y a lo mejor te dicen que los han decapitado. Y los monitores te cuentan que no es que se lo hayan explicado, es que ellos lo han visto, y lo dicen con una naturalidad...».

Otra parte de esta historia son los vecinos de Lesbos, que han tenido que asumir la llegada de miles y miles de personas sin estar preparados para ello. «Como en todos sitios, hay gente a la que le parece muy mal que lleguen refugiados allí, pero la gran mayoría se vuelca por ayudarles», asegura. Pone de ejemplo el hecho de que la embarcación con la que ellos están trabajando allí tiene un motor que ha sido regalado por gente de la isla. En cambio, apunta, en Sevilla tienen otra mucho mayor y no consiguen encontrar los dos motores que necesita.El vecino que entierra cadáveres

El vecino que entierra cadáveresEntre estos vecinos, Ponce destaca el caso de un ciudadano que decidió enterrar en un solar de su propiedad y con el permiso del gobierno todos aquellos cadáveres que nadie reclamaba. «Este hombre recoge cadáveres y los entierra por el rito musulmán sin esperar el agradecimiento de nadie», afirma el voluntario, a quien este le parece el acto «de bondad más grande» que ha visto.

Ponce tiene claro que quiere volver a Lesbos. No ahora, pues este es el momento de asimilar todo lo que ha pasado y de transmitirlo a la gente de aquí, pero sí en algún momento. Es más, allí conoció a un niño, Adam, que cuando el equipo se iba les dijo que tenían que volver en verano para «ir al agua», como ya hicieron el año pasado con los niños para hacerles disfrutar de un medio que para ellos se ha vuelto hostil. «Le dijimos: ´Volveremos para llevarte al agua´», cuenta. Pero no es el único que desea ir. Su hija ya le ha dicho que «cuando sea mayor quiere ir a ayudar». Y él le responde: «Espero que no tengas que ayudar en esto; que puedas hacerlo en otras cosas, pero no es esto».